Todos miraban arriba.
El mundo contuvo la respiración con los ojos clavados en los cielos, observando silencioso e hipnótico y entregado a una sensación de no realidad.
El planeta al completo contuvo la respiración.
El 21 de septiembre de 2019, sobre las 16:12 de una soleada tarde, hizo su aparición la primera nave en Europa, cambiando la historia de la Humanidad ya para siempre.
Un día antes internet dejó de funcionar.
Fueron horas de tensión y desconcierto.
La Red de Redes se derrumbó sin remisión, dejando a la Tierra en una profunda oscuridad que la devolvió a la Edad Media. Le siguieron la bolsa, los bancos y las grandes multinacionales responsables de gran parte de la economía mundial. Uno tras otro, los nuevos Dioses creados por el hombre fueron cayendo de los pedestales en los que fueron alzados. Las tarjetas de crédito quedaron inutilizadas, reducidas a vulgares trozos de plástico que recordaban cuán efímero es el hombre. Proliferaron las bandas criminales, se registraron disturbios por todo el globo, saqueos a centros comerciales y tiendas de electrónica en su mayoría. Se multiplicaron por diez las sectas y falsos Mesías, fanáticos de lengua viperina, incitaron a sus fieles a tomar el poder por la fuerza o al suicidio colectivo. Estallaron conflictos armados, sumándose a los ya existentes que no tardaron en recrudecerse. Y los Gobiernos de los países más poderosos, sabedores de que podían perder el control de las masas, decretaron el estado de alarma y los militares tomaron las calles con la orden de restablecer la ley.
Su ley.
El cielo se cubrió de no identificados.
El cielo silencioso lo llamaron algunos expertos.
Jeff Gordon, divulgador científico, afirmaba que no creía posible que toda una civilización cruzase el universo para pelear. Jeff era de los pocos que se mantenía en su puesto, trabajando duro en busca de respuestas que arrojaran luz y calmasen las aguas.
En las horas siguientes, nodrizas análogas en extensión a la primera nave se posicionaron en los cielos de algunas de las principales ciudades del mundo, ocasionando el terror entre una población ya entregada por entero al saqueo, al asesinato y la violación.
Washington, Pekín, Ámsterdam, París, Berlín, Tokio.
Todas sucumbieron con idéntico resultado.
Caos y más caos.
Sólo un día después, los portones de las naves nodrizas, inmóviles cual ángeles de la muerte sobre los cielos, se abrieron y de su interior surgieron cientos de aeronaves que dejaron caer sobre el planeta millones de esferas metálicas que cubrieron el suelo terrestre y buena parte de mares y océanos. Repitiendo la operación al día siguiente, mientras el mundo asistía impotente temiéndose lo peor.
Pero nada sucedió.
Como respuesta, la quinta mañana una alianza formada por americanos y mexicanos coordinó un ataque contra las aeronaves de origen desconocido cuando regresaban a sus respectivas bases tras completar su misión.
La realidad, una vez más, resultó dolorosa.
Ni una sola de las aeronaves fue destruida.
La inmensa mayoría de los no identificados atacados no respondió al fuego enemigo, dado que el escudo protector impenetrable que los protegía repelía los proyectiles y éstos no representaban peligro para su seguridad. Sin embargo, unas pocas máquinas provocaron que una cuarta parte de la fuerza aliada colisionase al fallar sus instrumentos al entrar en su espacio aéreo.
Los americanos habían fallado.
Ahora el mundo se hacía una pregunta.
Pregunta sin respuesta:
¿Qué eran esas esferas metálicas y qué males traerían?
Devon Smith, ministro de defensa norteamericano, dijo: «hemos sufrido un serio revés. Su escudo protector y los fallos electrónicos que han sufrido nuestros muchachos han dado al traste con la misión. Pero si esos bastardos quieren lo que es nuestro, tendrán que bajar a cogerlo y les aseguro que les estaremos esperando. Entonces empezará la guerra de verdad».
Como era de esperar, el discurso fue aplaudido.
Jeff Gordon se dirigió al mundo una vez más desde las ondas de radio, para entonces el único medio disponible: «nuestra prioridad, es averiguar qué son esas misteriosas esferas metálicas». Cuando fue preguntado por la gerencia de la cadena por una nueva e inquietante dolencia en China, expresó lo siguiente: «no hay pruebas que relacionen las esferas extraterrestres con lo que está sucediendo en el país asiático. Debemos conservar la calma y no contribuir a la histeria.
El primer caso de muerte por algo similar a la gripe se dio en una aldea al sur de China. La gente enfermaba y a los pocos días moría de forma horrible sin que los médicos pudiesen hacer nada. Se tomaron medidas de urgencia para combatir la enfermedad, tales como el uso de mascarillas, dado que se sospechaba que el contagio se producía por vía respiratoria, además de la recomendación de lavarse las manos con alcohol antes y después de manipular cualquier objeto. Al principio fueron veinte los muertos aquejados por dicha dolencia en la región. Pero pronto veinte se convirtieron en cincuenta, cincuenta en cien, cien en trescientos, quinientos, mil, mil quinientos.
Y así en todo el mundo.
Millones de almas perdían la vida todos los días sin que nada se pudiera hacer, en su mayoría personas de la tercera edad que resultaron ser los más vulnerables al virus.
Un simple resfriado diezmó la población mundial sin hacer excepciones entre rico o pobre, joven o viejo, y los Gobiernos, impotentes una vez más, decretaron un estado de alarma que trajo más problemas que soluciones.
Un Jeff Gordon visiblemente agotado volvió a expresar: «no podemos afirmar que las esferas sean responsables de la pandemia. En realidad, no podemos afirmar que los visitantes sean los responsables de la tragedia porque, a excepción de las esferas, no han atacado ninguna ciudad en las que se han instalado».
Pero nadie le escuchó.
Grupos de civiles, en su estado más primitivo, devastó bosques y campos al incendiarlos en un intento de destruir las esferas. Los bosques eran arrasados con lanzallamas y las grandes selvas, pulmón de la Tierra, reducidas a ceniza sin contemplaciones.
Pero lo peor estaba por llegar.
La paranoia se apoderó del mundo y Rusia acusó sin pruebas a Estados Unidos de la captura de una aeronave, en la que afirmaba estar trabajando con el fin de desentrañar su tecnología. Bladimir Testoff, ministro de defensa ruso, exigió a la Casa Blanca compartir dicha tecnología en favor del mundo con el fin de combatir a los visitantes con sus mismas armas. Pero América no sólo negó las acusaciones, sino que requirió de forma enérgica una rectificación por parte de Rusia.
Rectificación que nunca se dio.
La mañana del 15 de octubre del 2019, cuatro cabezas nucleares fueron arrojadas sobre suelo ruso desde un portaviones americano, dando inicio a un conflicto que, por desgracia para el planeta y sus habitantes, dio inicio a otros.
Francia e Inglaterra declararon la guerra a Italia y Alemania. Marruecos, Argelia y Libia invadieron España, y Portugal fue arrasada por una fuerza formada por escoceses e irlandeses.
La tercera guerra mundial estalló sin que ningún país se diera cuenta de un pequeño detalle: las naves se habían marchado. Igual que habían llegado, se habían marchado.
Pero el daño ya estaba hecho.
En su infinita ignorancia, el hombre no tuvo forma de saber que aquellas naves que tanto temieron, habían viajado desde el futuro con intención de solucionar los problemas de los que adolecía su mundo: cambio climático, deshielo de los Polos, la extinción de tres cuartas partes de la fauna animal y el inconveniente del agujero de la capa de ozono.
No tuvieron forma de saber que sus compatriotas del futuro idearon un ambicioso plan para salvar el planeta.
Las esferas metálicas del tamaño de una canica, que a su vez contenían en su interior un total de 5000 esferas más pequeñas, resultaron ser inofensivas semillas manipuladas genéticamente con las que los viajeros del futuro pretendían repoblar cualquier desierto de la Tierra en unos 100 años.
Pero la humanidad no lo entendió.
Y los viajeros del tiempo, simplemente, se cuidaron de entrar en contacto con la raza más peligrosa del universo.
Ellos mismos…
Idea sacada del blog de Clara Tiscar.
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