Mercaderes del Dolor

A Sernix no le agradan los vampiros.

Le dan asco, le resultan fastidiosos y petulantes, con sus aires cultos y aristocráticos, sus títulos de duques, condes, marqueses y vizcondes de esto y de más allá, que a saber de dónde han sacado. Siente animadversión hacia ellos; sin embargo, para su desgracia, los necesita. Aunque sería justo decir que lo que en realidad necesita es su fortuna. Todo el mundo tiene que ganarse la vida, y Sernix es capaz de todo con tal de enriquecerse. Vive hipnotizado por el sonido del metal. Cegado ante su resplandor.

Las niñas son cinco y andan descalzas delante de Sernix, soportando el peso de la gruesa cadena que tira de la argolla que une sus delicados cuellos. No son mujeres, son niñas, en edades comprendidas entre los ocho y los doce años, y tienen miedo, hambre y frio. Sernix ejerce una ligera presión en la cadena y las niñas obedecen en silencio, guiadas como reses al matadero, con la mirada fija en algún punto de sus sucios pies, que arrastran al andar, ocultos entre sus camisones hechos harapos.

Sernix golpea las grandes puertas con los nudillos y aguarda. El anciano no duerme, nunca lo hace y apenas descansa, pasa el tiempo comiendo carne y bebiendo vino del Riejo en la larga mesa de nogal, presidiendo uno de los extremos. No levanta la cabeza al abrirse la puerta, ni tal siquiera hace mención de darse por enterado cuando las niñas son obligadas a arrodillarse en el espacio que queda entre la mesa y la puerta maciza de madera. Se limita a roer y triturar el hueso hasta el tuétano con indiferencia; el ruido que hacen al romperse entre sus dientes resuena en la amplia sala, cuyos suelos son de mármol blanco pulido, todo lo contrario que sus muros, fríos y grisáceos, decorados con un mosaico fútil en el que destaca el antiguo nombre que recibía el enclave: Bastión de Infortunios.

—Von Celtón…

El anciano no responde, tuerce el gesto con fastidio e inclina más la cabeza y sigue masticando, igual que haría un perro al proteger su comida. Las niñas tiemblan ante su presencia, tratan por todos los medios de contener el llanto, enterrarlo en lo más profundo de sus infantiles cuerpos, pero no es tarea fácil. La mano de Sernix vacila, las cadenas tintinean produciendo una fría melodía y el anciano resopla y deja caer el pollo en la bandeja de plata, haciendo sobresaltar a las niñas; se relame los dedos con sonoros chupetones, cerrando los ojos como haría un niño, pero su rostro se vuelve duro al clavar la mirada en el mercader del dolor.

—¡Llegas tarde!

—¿Señor…?

El anciano levanta la mano y Sernix se ve obligado a guardar silencio de mala gana. Von Celtón chasquea los dedos dos veces y su criado personal echa una manta por encima de sus piernas inservibles antes de dirigir la silla hacia las niñas, que no pueden contener el llanto por más tiempo. En sus rostros virginales se refleja el temor; ninguna a reglado todavía y acompañan sus lágrimas con súplicas lastimeras que hacen sonreír al anciano. Él se alimenta de su miedo. Se nutre. Las observa con severidad tras un mechón de cabello blanco que oculta un rostro surcado de arrugas. Acaricia sus mejillas, con los dedos pringados de aceite, y sigue el contorno de sus caritas blancas con sus largas y sucias uñas, inclinándose hacia adelante todo lo que le permite su maltrecho e inútil cuerpo. Ellas lloran y buscan fuerzas en las miradas asustadas de las otras, pero sólo encuentran compasión. Se detiene en la tercera empezando por la derecha: ojos claros y labios rosáceos, sus favoritas, e introduce los dedos en su boca y examina su cuello con detenimiento. Sernix conoce sus gustos e intuye que la muchacha es de su agrado; el traficante posee una mente brillante para enriquecerse. Von Celtón asiente satisfecho y repite el ritual con la siguiente niña, sólo tiene ocho años y ni siquiera conoce el idioma de la región.

—Tú y tú —dice después de un breve descanso.

El repentino silencio acentúa el crepitar de la chimenea.

Las elegidas se desploman en el suelo, obligando al resto de muchachas a acompañar el movimiento al tensarse las cadenas. Sernix realiza una cuenta rápida, calculando mentalmente las ganancias a recibir por dos vírgenes tan dulces como asustadas. Pronto tendrá dinero suficiente para abrir su propia casa de putas y retirarse; no ve el momento de dejar de vagar por las riberas de ríos y lagos, donde acude en busca de niñas que se alejan de sus madres mientras éstas hacen la colada. Entonces todo será muy distinto, piensa Sernix. Los riesgos no serán tan elevados y si gestiona bien el tinglado las monedas le saldrán por las orejas.

Sus ponderaciones de hacerse rico se ven interrumpidas por un bufido del anciano, que deja escapar el aire entre los dientes, postrado en su extraño trono con ruedas empujado por su criado personal. Algo no va bien. El viejo tiene la mirada clavada en él y su gesto es severo, como cuando le arrojó un candelabro de oro a la cabeza y perdió el conocimiento. Sernix da un paso atrás y la cadena se tensa. Las niñas pierden el equilibrio y tiene que echar el cuerpo adelante para dar holgura al metal. Cree conocer el motivo del enfado del monstruo y ahora se arrepiente del error. Pero sabe que no puede hacer nada, es tarde para eso. Excepto ser capaz de sostenerle la mirada por una vez. Pero no puede. Sus ojos descienden al suelo como de costumbre.

—Un ser como tú no puede saberlo, pero la carne humana desprende un hedor repugnante que se ve acrecentado con el paso de los años. Vuestros ancianos huelen a carne consumida y a muerte. En el crepúsculo de su exigua y sin sentido existencia, la podredumbre llega a su punto álgido agriando cuanto está a su alrededor. Desde aquí puedo oler la carne en descomposición de esa criatura. El magma que desprende. La pestilencia asida a sus ingles y sobacos. La inmundicia en su cabello.

Oye decir al inválido con desprecio.

Tiene el gesto tenso y la mirada puesta en una de las cautivas.

—¿Acaso no fui lo suficientemente claro la última vez?

Sernix asiente sin levantar la cabeza. La última niña, mucho más desarrollada que sus compañeras, no comprende lo que sucede. El esclavista inclina más la cabeza en señal de sumisión y balbucea pretextos ininteligibles, sintiéndose un cobarde por ello. Sabe que ha sido una estupidez incluir en el lote a la última prisionera, que es ya casi una mujer. No se ha parado a pensar que Von Centón podría tomarse su descuido como un desafío. Ahora teme la ira del anciano y le preocupa su integridad. Trata de decir algo, excusarse por su falta de tacto, pero el viejo levanta su mano y acalla su perorata.

—Apestas, hombrecillo —dice Von Centón con una mirada afilada como cuchillos—. Hueles a sudor, orina y esperma como toda tu especie. Vienes a mi casa con carne enquistada y pides una fortuna sin pudor. Debería colgarte y dejar que los cuervos devoren tus ojos.

—Yo…

Sernix trata de explicarse, pero el criado personal del anciano arroja una bolsa abultada a sus pies y le indica con un gesto la puerta de salida; él lo mira durante un largo latido con los puños apretados, pero el criado no se siente intimidado por esta mirada cargada de amenazas. Von Celtón sonríe ante la provocación, sin ocultar el desprecio que siente por el tratante. Sernix recoge la bolsa muy despacio, prometiéndose no volver a cometer un error igual, porque con un poco de suerte no tendrá que volver más a este lugar. Piensa colocar lo que queda de su mercancía a precio de oro de camino a Cara, y sólo entonces se sentará a hacer cuentas; la casa de putas con la que piensa hacerse rico empieza a tomar forma en su cabeza. Sernix Suelta las cadenas de las elegidas con toda la solemnidad posible, y pastorea al resto de las niñas hacia la salida.  

 

✠✠✠

 

A pesar de la paga, abandona el baluarte malhumorado a paso vivo arrastrando al trio de niñas, que se ven obligadas a apretar la marcha para no sufrir la ira de su carcelero. El alba despunta y el aire huele a lluvia, un agua que nunca termina de llegar y que anegaría los caminos haciéndolos impracticables. Sernix ordena con aspereza al conductor del carro partir de inmediato, mientras cede la gruesa cadena a Búfalo, su socio, un hombre orondo que clava una mirada depravada en las niñas. Sernix agita con una sonrisa la bolsa de monedas delante de su rostro desagradable, pero Búfalo está hambriento de otras necesidades.

—Encierra a las nuevas y asegúrate que tengan abundante comida y agua —canturrea Sernix colgando la bolsa de su cinturón—. Puedes quedarte con la más mayor si así lo deseas. Pero no se te ocurra golpearle la cara, eso devalúa la mercancía.

Búfalo asiente con la cabeza como un niño pequeño, luego se da la vuelta y pasa la orden a uno de los mercenarios contratados como escolta, que se dispone a cumplirla no sin antes escupir al suelo y maldecir por lo bajo. Después, sin tiempo que perder, el gigante agarra a la niña del cabello oscuro y la obliga a entrar en la parte trasera de la pestilente carreta, que acto seguido se pone en marcha con una sacudida. La niña grita con todas sus fuerzas cuando Búfalo desgarra el camisón que cubre su desnudez de un fuerte tirón. El miedo la mantiene inmóvil; sin embargo, trata de defenderse cuando el gorila hunde su sucio pulgar en su vagina. Búfalo la abofetea dos veces; primero, para que se esté quieta y no cause problemas; después, para enseñarle quien manda. Luego se tumba desnudo sobre ella y la penetra con fuerza, provocando que la indefensa joven grite el nombre de su madre. Al principio disfruta tanto de sus gritos como de sus súplicas, pero más tarde le tapa la boca con la mano, mientras la embiste gruñendo como un animal, hastiado de sus lamentos. No será la última vez que disfrute de su cuerpo. La niña será violada una veintena de veces antes de ser vendida en algún sucio burdel del Imperio. 

 

✠✠✠

 

Matt el Prudente está enojado, la sangre le hierve y tiene que respirar hondo para no perder los nervios como de costumbre. Tiene la mirada clavada en la mesa de Sernix y Búfalo, a los que observa con atención a través de una nube de chista que brota de la gran pipa de la que están fumando, arrellanados en su asiento disfrutando de la esplendorosa generosidad de Von Celtón.

Está enojado y para alguien como él, que en la Hermandad es conocido irónicamente como Matt el Prudente debido a su personalidad iracunda, no resulta tarea fácil calmar sus nervios. Su pie derecho se mueve sin control, haciendo que la mesa se meza como una chalupa a merced de las olas, contagiando el nerviosismo entre los clientes del fumadero. Matty no está para juegos y eso se nota. Y mucho menos para una escoria que se enriquece con el dolor ajeno, a la que acaba de alcanzar tras seguir su rastro durante días por caminos en desuso, por los que ha tenido que arrastrarse, siguiendo a distancia la nube de polvo levantada por las carretas para no delatar su posición.

—Matty…

El Prudente ignora la voz de Fiódor, su compañero. Le cuesta concentrarse en otra cosa que no sea acabar con los esclavistas.

—Matty, haz el favor de tranquilizarte. Las órdenes vienen del mismísimo Robert Balian. No podemos hacer nada. Esos dos pájaros son intocables por ahora. Hay que esperar al Maestre.

Fiódor pone fin al vaivén de la mesa descargando el peso de su cuerpo sobre ella. Pero Matt el Prudente no escucha.

En realidad, si lo hace, pero le da igual lo que diga Balian.

Fiódor habla bajito inclinado hacia Matt, que hace el gesto de levantarse de la silla, pero su fuerte mano rodea el antebrazo de Matt y lo sienta de nuevo de un tirón.

—¡Prudente! No me obligues a machacarte la cabeza.

El Prudente mira la mano de su compañero, pero Fiódor no se acobarda. Sus más de ciento treinta y cinco kilos de peso, añadidos a su enorme altura, hacen de él un individuo seguro de sí mismo imposible de amedrentar. Un mastodonte al servicio de la Santa Sede, dispuesto a acatar sin rechistar las disposiciones de Robert Balian, que ahora obliga con un poderoso apretón de su mano al Prudente a obedecer como si de un niño se tratara.

—¿Qué se supone que debemos hacer? —dice Matt tragando saliva—. Están ahí mismo. Que se joda Robert Balian. Él no ha tenido que oír las súplicas de la niña. Esos dos animales tienen que pagar por lo que hicieron y nosotros tenemos la obligación de impartir justicia. Ambos vimos lo que hicieron con ella. Son escoria y merecen la peor de las muertes.

Fiódor asiente muy despacio con la cabeza a las palabras del Prudente, con los labios apretados al recordar los gritos de la niña desgarrando valles y montañas al ser violada una y otra vez, hasta que no pudo más. Nunca olvidará los ojos hinchados de la chiquilla cuando la encontraron sin vida. Los traficantes habían acampado a media jornada de donde se hallaban, así que ambos hermanados decidieron enterrar a la criatura y rezar una oración por su alma. Esa mañana Matt el Prudente expectoró palabras de venganza, mientras cavaba con la ayuda de su espada un agujero lo bastante profundo para que las alimañas no desenterraran el cuerpo. Nada hizo pensar a Fiódor que su amigo hablaba de forma literal. Ahora, observándolo con atención, la barba enmarañada y más delgado que de costumbre, sabe que tiene razón. Pero no puede permitir que su compañero de rienda suelta a sus instintos más primarios, no cuando Robert Balian ha indicado expresamente que quiere a los esclavistas vivos y sin un rasguño. El gigante echa un vistazo para asegurarse que nadie observa. Las cortinas de chista se elevan sobre sus cabezas como espectros silenciosos, haciendo difícil respirar en el fumadero, y la mesa vuelve a temblar cuando Fiódor aligera su peso.

—Pide una pipa al chistero, Matt.

—¿Qué?

Fiódor se pasa la mano por su ancho rostro, desesperado.

Puede que el Prudente tenga razón, pero empieza a perder la paciencia; son profesionales y deberían comportarse como tal.

—¡Que pidas una pipa de chista ya! Somos los únicos en el fumadero que no nos estamos colocando con esa mierda. Y no deseo que nos descubran por un descuido así. Pide la chista.

Matt el Prudente apoya el brazo en el respaldo de la silla y gira el cuerpo a izquierda y derecha en busca del chistero, al que localiza al final del local y pide una pipa con dos boquillas y un pellizco de chista; aprovecha la ocasión para lanzar un vistazo a los esclavistas, pero Fiódor le hace saber con una mirada que si no se porta bien se lo hará pagar. En este momento un anciano de ojos rasgados les entrega el material y desaparece entre los soñolientos clientes; Matt advierte por la temperatura de la pipa que ésta ha sido usada no hace mucho.

—Ahora esperaremos a Robert —dice Fiódor, dando un par de chupadas a la pipa, para después echar la cabeza hacia atrás y expulsar el humo por la boca, como un lobo aullando a la luna.

Matt el prudente se atraganta y tose al llenar los pulmones del amarillento y amargo humo. Los ojos se le llenan de lágrimas y tiene la sensación de estar viendo a los esclavistas a través del vidrio lluvioso de una ventana. Alguien a su derecha sonríe y se lleva la boquilla a la sien a modo de saludo. Matt asiente con la cabeza muy despacio devolviendo el gesto. El opiáceo no tarda en imponerse y ahora se siente muy cansado. Han sido muchas lunas de persecución, durmiendo con un ojo abierto. Vuelve a llenar los pulmones y retiene el codiciado humo unos segundos antes de expulsarlo por la nariz. Ahora se siente mucho mejor. Trata de explicar a Fiódor con lengua de trapo la importancia de que ninguna tropelía quede impune, cuando ve a los esclavistas recoger sus pertrechos y abandonar el fumadero entre risas.

—En marcha —dice Fiódor.

Matt el Prudente tropieza al tratar de levantarse a toda prisa; la potente chista lo ha convertido en Matt el Ciego, y a Fiódor le basta una mirada para advertir que Matt tardará unos minutos en recuperarse. La larga cacería lo ha debilitado al punto de hacerlo sucumbir a la chista. Matty tiene que hacer un esfuerzo titánico para seguir a Fiódor, que va tras los pasos de los esclavistas. Éstos apenas se han alejado unos metros y sus carcajadas siguen siendo audibles al final de la calle. Fiódor sabe que Matt sólo necesita un momento y que pronto estará a su lado. Aprieta el paso porque no puede ni debe permitirse perderlos de vista. No cabe duda de que están contentos, de modo que es posible que pasen la noche en la ciudad y partan por la mañana para vender al resto de las niñas en los sucios burdeles del Imperio.

Fiódor sabe que sólo tiene que seguirlos un poco más, lleva haciéndolo desde hace semanas por terreno abrupto y la chusma esclavista no se ha percatado de ello; sólo necesita que la cosa siga igual. Por suerte para él, Matty aparece a su espalda ya recuperado. Todo rastro de fatiga parece haberse esfumado de su persona. Sus botas hacen crujir la gravilla bajo su peso cuando trata de alcanzarlo. Fiódor le indica con un gesto que realice el seguimiento desde delante, mientras él se encarga de la parte de atrás, para evitar perderlos en los muchos callejones de la urbe.

Seguir a un individuo es fácil. Anticiparse a sus movimientos cuando te encuentras delante de él, no está al alcance de todos. Pero el Prudente es un experto en la materia. Matty se sirve de cuanto encuentra a su alrededor para seguir a sus objetivos sin que éstos se den cuenta. Sin ir más lejos, ahora se encuentra en mitad de un mercado saltando de tenderete en tenderete como un lugareño más. Matt examina la calidad de una naranja con ojo experto ante la mirada bobalicona del tendero, que ve cómo la deja para dirigirse al puesto siguiente. Aquí, un herrero barbudo trata de venderle un acero oxidado que Matt, como no puede ser de otra manera, rechaza con mucha educación.

Matt el Prudente se está divirtiendo.

Le resulta sorprendentemente fácil seguir a un tarugo como Búfalo. Sin embargo, debe reconocer que con Sernix la cosa no es tan sencilla. El esclavista es un tipo astuto, cuidadoso y de mente ágil. Todo lo contrario que el descerebrado del socio que se ha echado, que sería incluso visible en lo más profundo de un bosque en plena noche. Como queriendo corroborar la teoría del Prudente, Sernix se detiene en un puesto de pieles y agarra a Búfalo por el hombro atrayéndolo hacia sí. Un escalofrió recorre la espalda de Matty. Sabe que no ha sido descubierto porque ha sido cuidadoso y no ha arriesgado en ningún momento. Ve por el rabillo del ojo a Sernix arrastrando a su socio fuera del mercado, rumbo a los viejos caserones donde se almacenaba el grano antes del brote de peste que trastocó la disposición de la ciudad.

Matt se ve obligado a apretar el paso para no perderlos, pero entonces Sernix se detiene y echa una larga mirada al mercado para asegurarse que nadie observa; a Matty no le queda más remedio que mezclarse entre las patrullas de guardia que velan por la seguridad de la ciudadanía. El Prudente adopta su paso e imita sus formas marciales como si fuera uno de ellos, logrando pasar desapercibido sin perder de vista a los objetivos. Cuando la patrulla dobla una esquina a toda prisa y comienza a alejarse, Matt reaparece del brazo de una anciana desvalida a la que se ha ofrecido ayudar y retoma la persecución.

Resulta extraño, pero el juego del gato y el ratón ha aplacado sus nervios y ahora piensa con claridad. Ha tomado una decisión que no gustará a Fiódor, y mucho menos a Robert Balian, pero en este mundo no siempre se puede ganar. El viejo caserón, que en su día estaba pintado de blanco y rojo, se halla cerca de una carretera empedrada a tiro de flecha del rio, que baja caudaloso con un rugido constante. Matt ojea el edificio medio agazapado entre la maleza cuando Fiódor aparece a lo lejos, pero lo ignora deliberadamente. Se dice que no necesita a nadie recordándole que las órdenes deben cumplirse. Él mejor que nadie conoce la naturaleza del gigante y sabe que nunca incumpliría un mandato del todopoderoso Robert Balian. Hay hombres que han nacido para hacer lo que otros dicen sin cuestionar su juicio. Pero él no es uno de ellos. Para bien o para mal, nunca lo ha sido y ahora es tarde para empezar a hacer las cosas de forma diferente. Pues no sería Matt el Prudente si se quedara de brazos cruzados.

—Prudente…

Oye sisear a Fiódor a su espalda.

Matt lo ignora y ve salir a Búfalo del caserón arrastrando del brazo a una de las niñas, a la que abofetea y arroja dentro de uno de los carros de carga; el estómago se le encoge y decide que eso que está a punto de suceder no sucederá. Lanza una última mirada a Fiódor y se incorpora; el gigante trata de detenerlo, pero Matty ya avanza veloz entre los árboles, la daga desnuda en la mano derecha y desprovisto de la armadura para aprovechar el factor sorpresa. Fiódor lo ve correr y saltar unas ramas antes de apoyar la espalda en el tronco de un árbol. Matty se agacha con la daga entre los dientes para agarrar una piedra, arrastrando el dorso por la superficie rugosa. Fiodor contiene la respiración al verlo arrojar la roca contra la carreta. El pedrusco impacta de lleno en el lateral izquierdo, entonces Matt sale disparado como una flecha por el lado contrario. El ruido del impacto hace que Búfalo salga del carro a toda prisa, con el pene al aire y dando ridículos saltitos mientras intenta ponerse las botas; el estupor se refleja en su rostro, y en sus ojos, duros como el pedernal, puede leerse el miedo. El traficante echa una ojeada al bosque antes de mirar hacia la entrada del caserón con la intención de dar la voz de alarma, pero Matt aparece a su espalda y se abalanza sobre él golpeándolo con el pomo de la daga en la cabeza. Antes de que pueda reaccionar, la hoja del templario descansa en el cuello de Búfalo, que intenta zafarse recurriendo a su fuerza, pero Matt lo tiene bien sujeto y le retuerce el brazo; Búfalo emite un gruñido gutural y se rinde cuando Matt ejerce más presión sobre la hoja.

—Alerta a tu compañero y te pinto una sonrisa en el cuello.

Búfalo se queda muy quieto al oír el susurro en su oído.

La voz es cálida, como la de un padre enseñando a su retoño, pero se vuelve mucho más dura y nerviosa instantes después.

—Los mercenarios… ¿están dentro con tu compinche?

Búfalo niega con la cabeza, lo hace de forma instintiva y abre mucho los ojos al notar un pequeño corte cuando la hoja lame su cuello. Se trata de una daga muy afilada y sabe que todo puede terminar en un suspiro si comete una estupidez. Está asustado. La niña sale del carro y Matty lo obliga a alejarse de ella tirando de él sin miramiento. El dolor es insoportable y se le llenan los ojos de lágrimas, al punto de temer por su vida al entrar en pánico. El sol del atardecer se filtra por el bosque creando un efecto luminoso, pero él no está para apreciar su belleza.

La daga se hunde un poco más en su carne y la voz de Matty dobla ronca, carente de humanidad, al escupir la orden.

—Ahora harás que la rata de tu compañero salga del caserón, ¿me has entendido? Asiente despacio con la cabeza si sabes lo que te conviene, muchacho. —Búfalo permanece inmóvil por temor a volver a cortarse—. Chico listo —dice Matt—. Haz que salga. Y será mejor que no intentes nada o te juro por las pelotas del Santo Padre que eres hombre muerto.

La promesa cobra sentido cuando Matt incrementa la presión sobre el maltrecho pescuezo de Búfalo; ahora la voz del gigante suena un tanto aflautada al abandonar su garganta.

—¡Sernix! ¡Sernix…!

Un tenso silencio se adueña del lugar.

Matty ordena a la niña que se meta debajo de la carreta y ésta obedece sin rechistar. Sernix aparece en la puerta bebiendo vino de un jarro desportillado. El esclavista va desarmado y no porta la coraza de cuero curtido que suele cargar. Matt el Prudente lo recibe obligando a Búfalo a ponerse de puntillas para aliviar la quemazón que le provoca la afilada hoja en la piel. Sernix se queda muy quieto al verlo sin saber bien qué hacer; la escena que tiene delante le resulta un tanto rocambolesca: su socio, con la polla al aire, y el filo de un desconocido pintando finas líneas rojizas en su cuello. Cuando intenta reaccionar, algo lo derriba y un pie enorme le aplasta la cara y le rompe varios dientes.

Intenta defenderse, pero la violencia de los golpes lo obliga a protegerse. Tiene la sensación de estar siendo engullido por una montaña. Más bien como si una avalancha de nieve lo sepultase, trayendo consigo la oscuridad. Sin posibilidad de reacción, unas manos lo agarran por las orejas y lo lanzan por los aires. Antes de que la penumbra se cierna sobre él, nota el sabor de su propia sangre en la boca.

Un fuerte dolor en las costillas lo devuelve a la vida.

Yace boca abajo, con las manos y los pies asidos a la espalda, junto a un maltrecho Búfalo, al que Matt ha sacudido a base de bien antes de amarrarlo. El dolor nace en su costado izquierdo y baja hasta el muslo, convirtiéndose en un calambre debido a la tirantez que provocan las ligaduras que mantienen sus piernas elevadas.

Le resulta complicado comprender qué ha sucedido.

Si intenta apoyar los pies en el suelo para aliviar la fatiga, su tronco se eleva con violencia y la quemazón recorre su columna con un dolor insoportable que lo obliga a quedarse muy quieto. Un sabor espantoso le indica que la boca lleva sangrándole largo tiempo. Le cuesta un mundo no pasar la lengua una y otra vez por los huecos dejados por las piezas dentales que ha perdido. Alguien mantiene una discusión no muy lejos de donde está. Pero a duras penas consigue entender qué dicen las voces.

—¡No! Iré yo a por las niñas.

—Deja que vaya yo.

 —Ya has hecho bastante por hoy, Matt —responde Fiódor.

El gigante se da la vuelta y entra en el caserón.

Hay algunas prendas infantiles tiradas en el suelo, junto a un rastro de sangre seco que llega hasta la primera habitación. Se trata de una estancia de tamaño medio cuyo interior contiene algunos muebles antiguos destrozados, el suelo lleno de cascotes provenientes de un agujero en el techo, y algunas herramientas destinadas a la reparación de tejados. Fiódor lo observa todo con amargura. La quietud resulta sobrecogedora y tanto silencio se le antoja insoportable. Obligándose a salir, da media vuelta y se encamina a la siguiente sala. El zumbido de las moscas crece y con cada paso el olor se hace más intenso, obligándolo a taparse la boca con la mano para no vomitar. La estancia está vacía, a excepción de una muñeca de trapo a la que le han cosido la cabeza de una rata donde antes había algo muy diferente. Fiódor la observa y expulsa el aire de los pulmones antes de proseguir. Pronto el llanto llega a sus oídos desde el fondo del pasillo, ahogado, y no necesita verlas para saber que se encuentran ahí.

Son cuatro y están aterrorizadas.

Las niñas permanecen sentadas en el suelo amordazadas y maniatadas; una punzada golpea su estómago al descubrir que son asombrosamente jóvenes. El gigante repara en que tienen el cabello enmarañado y a una de ellas, la única que se atreve a levantar la mirada del mosaico naranja que le sirve de lecho, le han cortado el cabello tan corto como a un rapaz.

—Tranquilas —susurra el hombretón con una sonrisa.

Pero las niñas no se tranquilizan y lloriquean aún más fuerte.

Un movimiento rápido a su espalda lo hace reaccionar.

Se da la vuelta veloz, desenvainando su enorme cuchillo con mano firme, y un pequeño ratón grisáceo atraviesa la habitación en busca de cobijo. Las niñas gritan y el sonido es amortiguado por las vendas que cubren sus bocas. Fiódor sonríe divertido y se apresura a guardar el cuchillo para tranquilizarlas, pero ellas gritan cada vez con más insistencia e intentan por todos los medios deshacer los nudos que las mantienen prisioneras. Él hace lo posible para evitar que se dañen con las cuerdas, pero nada parece tranquilizarlas y empieza a ponerse nervioso.

—Es sólo un ratoncito, chicas.

El golpe llega por detrás y le destroza la cabeza.

La sangre tiñe de rojo las paredes del caserón, el anaranjado mosaico y parte del escaso mobiliario; incluso las niñas quedan bañadas del líquido rojo. Fiódor se desploma como un árbol ante ellas. Una voz grita desde el exterior su nombre y pregunta si todo va bien, pero el hombre ya no puede oírla: está muerto. Las niñas lloran e intentan protegerse del hombre que ha matado al gigante de un mazazo. El mercenario se lleva el índice a la boca y ordena a las pequeñas guardar silencio.

Un segundo mercenario descuelga su arco del hombro y sube al piso de arriba. Las niñas quieren gritar, pero no se atreven. El tipo coloca una saeta en la cuerda y apunta con cuidado a Matty desde una de las ventanas. El silbido llega por la espalda y le atraviesa el alma.

 

✠✠✠

 

 

Robert Balian observa el cuerpo sin vida de Fiódor y aprieta los puños. Las niñas también han sido asesinadas y abandonadas; los esclavistas las han masacrado antes de huir.

Balian abandona el caserón asqueado. Sale al exterior y el sol de la mañana lo obliga a protegerse los ojos. Matt el Prudente sigue atado al olivo con los pantalones abajo. El desdichado ha sido sodomizado con el mango de un martillo. El rictus de dolor que aún conserva en el rostro habla de su agonía.

—¡Por el amor de Dios! ¡Soltadlo de una vez!

Varios cachorros se aprestan a cumplir la orden de Balian.

Morgen está agachado en el suelo, con medio cuerpo debajo de un carro pestilente de cuyo interior surge el olor de la misma muerte. La niña permanece aferrada a los radios de la rueda, con su carita apoyada en la madera. Ha sido apaleada hasta la muerte y la pobre no ha podido hacer otra cosa que aguardar el final de semejante guisa. Morgen niega con la cabeza, pensando que los humanos pueden ser incluso más crueles que los vampiros. La rabia hace acto de presencia y las lágrimas acuden a sus ojos. Está ante otra matanza innecesaria para salvar el pellejo y seguir llenando el bolsillo acosta del sufrimiento de madres, padres e hijos. Lo ha visto otras veces y sabe que es así.

Morgen se pone en pie al ver a Robert y se aleja despacio del carro. Balian percibe el brillo apenado en sus ojos, pero decide dejarlo correr en lugar de hacer pasar al oficial por un momento delicado en presencia de los cachorros. Muchos de ellos no tuvieron la oportunidad de coincidir con el Prudente, y mucho menos con Fiódor. Por supuesto que están compungidos por la violencia con la que los esclavistas se han ensañado, sobre todo en lo que respecta a Matt, pero Balian sabe que no es inteligente permitir que vean a su oficial más inmediato al borde de las lágrimas. Por ello que refrena las ganas de apretar su hombro o palmear su espalda para infundirle ánimo, y desvía la vista a la izquierda y empieza a hablar despacio, casi para sí mismo.

—Huyeron rio arriba, hacia el este. Tenían tanta prisa y fueron tan descuidados que hasta un ciego podría seguirles el rastro. Que una patrulla de cachorros parta de inmediato en su persecución. Tenemos que detener a ese par de monstruos cueste lo que cueste, Morgen. Se lo debemos a ellos y a las niñas.

—¿Hacia las estepas? —interroga Morgen.

Robert asiente muy despacio, sin dejar de mirar las huellas de las monturas de los esclavistas. Sabe lo que su compañero está pensando, lo que significa adentrarse en la estepa del pueblo del caballo, pero no tiene otra alternativa. Está más que decidido a dar con ellos y hacerles pagar por lo del Prudente, Fiódor y esas pobres niñas. Balian escupe al suelo sin dejar de mirar al este, como si pudiera seguir la estela de Sernix y Búfalo.

Si tuviera veinte años menos, reventaría media docena de caballos hasta darles caza y les haría pagar por sus crímenes. Pero por suerte no los tiene y en su lugar cabalgará en sentido contrario rumbo al oeste, sin sacrificar montura alguna. Porque los esclavistas han cometido un error de bulto al tomar esa dirección. En su huida, Sernix y Búfalo se han visto obligados a cabalgar río arriba donde se encuentran los territorios de Berke Khan, las peligrosas y heladas estepas, y nadie tomaría esa dirección si no tuviera pensado vadear el río en algún punto y poner rumbo al oeste una vez en la otra margen. De modo que Balian ve marchar a un puñado de hombres hacia el este con la intención de cortarles el paso en caso de que decidan dar la vuelta, mientras él y Morgen cruzan el río por alguno de los puentes que han dejado atrás y buscan el lugar idóneo para tenderles una emboscada.

 

✠✠✠

 

La lluvia da alcance a los jinetes.

La jornada, bajo un cielo gris que durante gran parte del día ha amenazado con descargar su furia, ha resultado soporífera y agotadora. El olor a tierra mojada, combinado con el verde del entorno, embriaga los sentidos de los centauros que cabalgan la tierra roja como espectros silenciosos del infierno. Un manto de niebla envuelve el poblado, como tantas veces lo ha hecho. Los cauces excavados a ambos lados del camino arrastran torrentes de aguas marrones que se pierden bajo tierra. Un conglomerado de casas rojas se alza frente a ellos, junto a los caserones y graneros construidos con madera de cedro, donde los lugareños elaboran el vino y almacenan el grano.

Sernix desciende de su montura con la mano apoyada en la empuñadura de su acero y examina la población, tratando de decidir si el lugar rinde los requisitos para tender una emboscada a un par de tipos como ellos. La cabalgadura de Búfalo relincha excitada. Sernix sacude sus ropas con energía y desprende parte del polvo incrustado a lo largo del camino. El equino vuelve a relinchar y Sernix lo aferra por el bocado y lo conduce junto al aguadero; Búfalo baja de un salto pasando la pierna por encima de la cabeza del animal y se resguarda de la lluvia al amparo de un tejadillo de madera. El cielo sigue clamando sin tregua; una criatura grisácea derramando su lamento sin hallar consuelo en su sufrimiento.

—¿Abandonado?

La voz de Búfalo dobla algo ronca.

Ha cabalgado hasta los límites de los territorios del pueblo del caballo y el cansancio en él se hace evidente.

—No lo creo.

Sernix señala un trozo de terreno labrado y repite el gesto para mostrar los restos recientes de una hoguera. El lugar no da la sensación de haber sido abandonado, a pesar de no verse un alma por ninguna parte. Sernix limpia el barro de sus botas en el alféizar de una ventana y juega distraído con el pomo de su espada. Ha perdido peso porque un templario gigantesco le trituró la dentadura de una patada, de modo que masticar se le hace complicado e incluso beber representa una seria molestia. Se dice para sí que tendrían que haber sido más cuidadosos y no abusar de la chista como hicieron. Después los acontecimientos se sucedieron demasiado rápido. La huida fue precipitada y los mercenarios contratados, sabiéndose perseguidos por el Temple, decidieron adentrarse en los territorios de Berke Khan y probar suerte uniéndose a sus tumanes como tropa auxiliar.

Las guerras contra los shin representan una oportunidad para hacer fortuna, comprar una casa y buscar una buena mujer con la que tener un montón de hijos. Pero las posibilidades de morir por una herida de flecha o atravesado por una lanza son altas y encarnan un riesgo que Sernix no está dispuesto a correr. El negocio de las niñas procura muchas monedas y no entraña tales peligros. Es cierto que han podido morir a manos de Matt y su compañero, además de perder una fortuna al verse obligados a liquidar a las mocosas, pero prefiere verlo como algo puntual sin importancia.

Lo cree así, mientras avanza por las calles embarradas de un pueblo que hace crecer su desconfianza; sin embargo, no logra quitarse de encima la sensación de estar siendo observado. El fango lame la parte baja de su indumentaria y la lluvia se desliza en cascada por su cabello empapado. Frente a las puertas de las casas cerradas a cal y canto, aprecia pequeños huertos de suelo rojizo con utensilios para trabajar la tierra, herramientas valiosas que nadie abandonaría a su suerte. El cielo no da tregua. Un perro famélico, con el pelaje empapado y el raído rabo entre las piernas, cruza la calle entonando una cantinela quejumbrosa sólo amortiguada por el chaparrón. Sernix contempla la escena con zozobra, y ésta lo invita a cabalgar hasta el pueblo siguiente sin mirar atrás.

Lo cierto es que cualquiera lo haría en su lugar. De hecho, su socio se detiene y lanza una mirada hacia su montura, dispuesto a poner tierra de por medio y abandonar de una vez por todas la región. Sernix se dice para sí que tal vez sería lo mejor, pero entonces se percata de una puerta entornada justo enfrente y se adelanta para empujarla; la madera chirria con llanto lastimero e interminable. La mano de Búfalo trata de detenerlo y lo aferra por el brazo derecho, pero él se zafa de ella con determinación y enfila hacia los escalones de piedra que conducen al interior. Un suelo cubierto de serrín da paso a lo que en principio cree un prostíbulo, pero pronto descubre que se trata de una taberna. Atraviesa el umbral del tugurio seguido por Búfalo, que asoma la cabeza antes de ingresar, temeroso de encontrar un ejército de hombres de caras pintadas aguardando su llegada. El suelo de madera cruje amenazante bajo sus pies. El lugar está iluminado y ambos parecen aliviados tras comprobar que no hay hueste alguna esperando su llegada; aunque, en su lugar, son recibidos por la mirada adusta de un guerrero de edad avanzada.

El fulano viste de cuero rojizo y esgrime acero a la espalda.

Se trata de un guerrero con unos ojos grises que a Sernix se le antojan preñados de promesas de muerte. Un borracho dormita a su espalda, con las alforjas de su montura tendidas sobre la mesa y las botas salpicadas de barro, cerca de un peregrino de aspecto longevo que se encuentra sentado a escasa distancia del guerrero de la casaca rojiza, que ahora los observa con animosidad, toda vez que traza círculos en el borde de un vaso de licor.

No hay que ser un lince para comprender el porqué de tanta hostilidad: el espadón que carga a su espalda habla por él y ello es motivo más que suficiente para que cualquiera pase por alto el desafío. A pesar de los recelos, toman asiento en el punto más próximo a la entrada. Sernix intenta tranquilizar a Búfalo con la mirada, pero éste ya no responde a esta clase de estímulos.

«No hace mucho hubiéramos entrado al local cual generales invitados a una reunión donde el enemigo ha capitulado. Pero hoy sólo somos cachorros con el rabo entre las piernas», piensa.

—¿Qué tomarán los señores?

—¡Cerveza! —responde Sernix.

El tono ronco de su propia voz lo sorprende.

Las palabras viajan hasta los oídos del monje, que asiente con una sacudida de la jarra de cebada que tiene en su mano derecha, antes de volver a lo suyo. El tabernero se desplaza a lo largo de sus dominios, limpiando sin demasiada entrega dos jarras con un paño que cuelga de un delantal raído por la mugre. Sin duda el lugar ha conocido tiempos mejores, y así lo dan a entender sus desgastados pero costosos suelos de roble, ahora surcados de grietas donde la inmundicia ha penetrado. Dos recipientes de levadura son depositados en la barra y el tabernero desaparece tras una puerta. Sernix vuelve a recorrer la taberna de un vistazo y estudia con detenimiento a su clientela, consciente de que se averigua más observando que parloteando sin parar como una vieja; el estudio lo hace tropezar de nuevo con los ojos grises del guerrero del espadón a la espalda, al que, en contra de lo que le dicta el sentido común, no sólo sostiene la mirada ignorando cada una de las promesas de muerte que fulguran en ella, sino que se deja llevar por la ira y le muestra los dientes.

—¡Hace un tiempo de mil demonios para cabalgar!

Búfalo reacciona a la voz del guerrero despegando los ojos de la barra, preguntándose qué diablos quiere aquel desgraciado. Una punzada de arrepentimiento lo asaetea sin piedad por haber ignorado el instinto de supervivencia y no largarse cuando tuvo ocasión. Sernix, por su parte, se pasa la punta de la lengua por las encías hinchadas haciendo caso omiso del dolor punzante, no así del comentario jocoso del desconocido.

—Hace un tiempo de mil demonios en general —responde lanzando una mirada de inquina mal disimulada al guerrero.

El hombre de la casaca rojiza sonríe y apura su bebida.

Sernix hace lo propio con su cerveza y la hace a un lado.

Los detalles que ha ido almacenando en su cabeza desde que entrase en la taberna lo invitan a desconfiar: jamás ha visto un pueblo cuyas cosechas han florecido sin habitantes que las recolecten, y mucho menos un tugurio de borrachos sin una camarera rolliza que alegre la vista. Pero hay más. Las botas del guerrero de cuero rojizo se hallan completamente secas, lo que le indica que lleva horas ocioso en la taberna, demasiado tiempo para un hombre que en la vaina que pende de su espalda luce un acero que ha sido tratado con más mimo que el pecho de una mujer. Por el contrario, las botas del hombre que duerme a su espalda están llenas de barro y humedecidas por el temporal, no así las alforjas tendidas sobre la mesa, lo que indica a Sernix que ha surgido al exterior con la intención de informar a alguien de su llegada. Por no hablar del fulano que finge ser un peregrino; no hay ningún lugar de culto a cientos de kilómetros, ningún suelo donde arrodillarse y rezar a los malditos dioses. Y aunque sabe que no es motivo suficiente para que un peregrino no pueda descansar donde plazca, ha visto demasiados sayos color marrón como para saber que, en la parte más clara, ahí donde la inclemencia del tiempo no ha hecho de las suyas, falta el emblema de la Orden del Temple. Además, un individuo que recorre los caminos debería mostrar una tez tan oscura como ajada, y desde luego no es el caso. Llegados a este punto, Sernix deduce que la ecuación sólo puede dar el peor de los resultados: que el mandamás de este comité de bienvenida de fanáticos de la fe sea el mismísimo Robert Balian.

Lo que significaría que su sueño de presidir su propia casa de putas, donde se darían cita los grandes y acaudalados señores del Imperio, acaba de irse por la cloaca junto con el anhelo de morir plácidamente en la cama rodeado de sus sirvientes. Atrás quedan insultos e incontables vejaciones a cargo de quienes, con sus monedas, acosta del sufrimiento eterno de madres enterradas en vida, hacían posible que el sueño estuviera cada día un poco más cerca de cumplirse. Atrás queda una vida de sufrimiento.

Fuera la lluvia intensifica su poder. El estruendo que provoca al aporrear el tejado de la taberna al caer resulta ensordecedor, casi apocalíptico. Búfalo, que no ha abierto la boca en ningún momento, cediendo el complicado papel de portavoz a su socio, se levanta sin previo aviso de su asiento y se dirige al exterior, donde el agua sigue cayendo formando charcos e inundando el ambiente de una mezcolanza de olores. Nada se mueve bajo el aguacero y todo se encuentra en el mismo lugar, a excepción de un templario armado con un arco negro apostado al otro lado de la calle, que le ordena con un gesto de la cabeza que regrese al interior de la taberna. Búfalo maldice su suerte, pero obedece.

Acto seguido el arquero aparece por la puerta, arroja el arco sobre el mostrador, extrae una flecha negra del carcaj y, con un movimiento vertiginoso, se acerca a Búfalo y se la clava en la garganta. El gigante cae de rodillas, con la mano izquierda a medio camino de la herida y con una ridícula y tierna expresión de sorpresa en la mirada; emite un gorgoteo y se desploma contra el suelo para toda la eternidad.

—¡Esto es por Fiodor, escoria!

El arquero sacude una patada al cadáver y se seca la lluvia de la cara con el dorso de la mano.

—¡Y esto por el Prudente y las niñas!

El filo de un cuchillo arranca la cabellera del esclavista.

Sernix se levanta de su asiento muy despacio y desabrocha la trabilla que aprisiona su acero con mano temblorosa.

—No vas a necesitarlo —dice Robert Balian desde el otro lado del mostrador con cara de pocos amigos.

«Cuando asistes a la morada del cordero has de asegurarte que llevas el disfraz de lobo. En cambio, cuando te adentras en el territorio del lobo, debes serlo de verdad», piensa Balian.

—¿Te gusta matar a mujeres y a niños, Sernix?

El esclavista abre mucho los ojos al oír su nombre.

Tiene la mano a medio camino del pomo de su espada, pero el arquero que ha acabado con Búfalo se acerca y se la arrebata.

Robert mira a sus hombres y hace un gesto con la cabeza, tanto el borracho que dormita a su espalda como el peregrino se levantan en silencio y abandonan la taberna, cerrando la puerta tras de sí. Morgen vuelve a coger el arco del mostrador y toma asiento junto a Balian. Una voz lastimera inunda el local.

—Tengo oro… mucho oro —dice Sernix.

Ambos templarios permanecen en silencio.

Sernix se retuerce las manos, tratando de pensar en algo que ofrecer para salvar la vida.

—Tengo mucho oro —vuelve a repetir lloroso.

Pero Balian y Morgen se limitan a observarlo ceñudos.

—De acuerdo. Puedo daros algo mucho más valiosísimo que el oro. Algo que os hará crecer dentro de vuestra organización y que os convertirá en hombres muy importantes. Algo que…

Balian levanta la mano y Sernix guarda silencio.

Acto seguido Morgen abandona su asiento y se dirige al interior del mostrador. Sernix permanece ahí plantado sin saber qué hacer, mientras el templario recoge algo del suelo y lo deja sobre la barra; se trata de un saco de forma esférica que tiñe de color rojo la madera agrietada. Entonces Sernix cierra los ojos y permite que una lágrima acaricie su rostro al comprender lo que contiene. Cuando Morgen deja al descubierto la cabeza de Von Celtón con una mueca de dolor perpetua, el esclavista sufre un ataque de risa y necesita de todas sus fuerzas para recuperarse.

Y es que a Sernix nunca le han gustado los vampiros.   


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