Décimo

Décimo Mucio Corbulón marcha al frente de la X legión rumbo a La Marca. La mañana es calurosa, como todas desde que un buen día alguien advirtiera que llevaba meses sin llover. Los rayos de sol caen inmisericordes sobre la coraza del emperador, al tiempo que guía a su caballo con los muslos bien pegados a los flancos del animal, las riendas asidas con autoridad y el rostro serio. El príncipe Cleón, su heredero, un joven que a golpe de gladio y lanza se ha hecho un nombre en Enceladus, cabalga a su lado desafiando la furia del sol embutido en una coraza con incrustaciones de oro. Junto a éste marcha Fiódor, un veterano con voz de trueno, mirada de ave de presa y alma de corcel de batalla, en su día mano derecha del difunto emperador Jaca; ahora, en el tramo final de su carrera, hombre de confianza de Décimo.

Para Décimo marchar por estos territorios lo es todo.

Hace tiempo que se convirtió en una costumbre para él e intenta disfrutar de la experiencia tanto como la primera vez que los atravesó junto a su padre siendo apenas un rapaz. Entonces el paisaje se hallaba plagado de verdes de distintas tonalidades y el pasto se extendía hasta donde alcanzaba la vista; los arroyos fluían cristalinos y las manadas de caballos salvajes corrían en libertad haciendo temblar el suelo a su paso. Hoy, más de un cuarto de siglo después, las manadas casi han desaparecido y la mayoría de los equinos lucen huesudos y enfermos, sin rastro de la majestuosidad que antaño les otorgaba el título de los mejores caballos de Enceladus. El suelo del que se alimentan, antes de un verde intenso, resulta seco y harto polvoriento, salpicado de plantas cuyas hojas forman escrupulosas formas geométricas y en cuyo interior almacenan el agua suficiente para resistir la sequía, pero que las bestias no hacen mención de probar.

Sin duda, esta es una de esas veces que da pena mirar atrás.

«El pasado es un monstruo que te devora poco a poco».

Dadas las circunstancias, por más que Décimo lo intenta no consigue impregnarse del optimismo del rapaz que un día fue. Atrás quedan una legión de buenos recuerdos que el emperador de Enceladus sepulta a medio evocar, en parte empañados por los acontecimientos sucedidos la noche pasada en Romalea, y por la respuesta de su hermano Aulo a los mismos: cabezas clavadas en picas adornando los muros de la ciudad. Y no todas pertenecientes a quienes esa noche atentaron contra su vida.

Sonríe con amargura.

    Aunque no se sorprende lo más mínimo por lo sucedido.

    La tiranía con la que Aulo subyuga a sus súbditos, en parte motivada por la incapacidad que muestra al guiar a sus hombres con un mínimo de sentido común en el campo de batalla, tarde o temprano terminaría pasándole factura, y era cuestión de tiempo que quienes dan su vida por él tomaran cartas en el asunto.

    Pero la respuesta de Aulo, desproporcionada como poco, no se ha hecho esperar. Cada viajero que apoya su peso sobre un viejo cayado de roble, cada soldado acampado al otro lado del río aguardando órdenes, cada miserable pastor que al enderezar su castigada espalda levante la cabeza en dirección a Romalea, bastión de Aulo por derecho de nacimiento, contemplará su demencia sin sentido: las cabezas a medio pudrir de Agatocles y su hermano, artífices del intento de asesinato, junto a otras tres ajenas al ataque: la de Licurgo, antiguo consejero de la Moneda, uno de los muchos acreedores que hostigaban a Aulo sin cesar; la de Niceas, oficial de renombre cuyo carisma siempre fue una amenaza para Aulo; y por último la de Parménides, el cual nada tenía que ver con sombras danzando en mitad de la noche, ricos banqueros o generales cuyos logros eclipsan los del romaleo; su error fue poseer una esposa de grandes pechos que Aulo deseaba para sí.

    Una nube de polvo, apenas una mota en la enormidad de la planicie, plagada de matojos pajizos y sorrascas que el viento inexistente no hace rodar, aparece ante ellos y Fiódor rompe el silencio nada más divisarla.

 —¡Señor! —trona la voz ronca del strategos señalando hacia los exploradores—. Se acercan dos Invisibles por el este. Y diría que no traen nada bueno por cómo azuzan sus monturas.

Décimo se hace visera con la mano y se protege los ojos del sol. El príncipe Cleón rompe la formación sin previo aviso y se lanza al encuentro de los Invisibles, haciendo subir y bajar la cimera de su casco al compás de su montura. El emperador lo ve alejarse sin una escolta que siga sus pasos, sin poder disimular el creciente malestar que siente por ello.

—¡Por el condenado Hadis! —brama llevándose la mano izquierda a la barba enmarañada, como suele hacer siempre que algo lo incómoda—. ¿Dónde diablos cree que va? —protesta, amenazando con arrancarse el manojo de alambres puntiagudos tan oscuros como sus ojos—. ¡Tocad alto!

Fiódor levanta una mano enguantada y un trompeta emite la orden de inmediato; en menos de un latido la legión se detiene.

«¡Cuánta prisa por cruzar el Gran Río!», se lamenta Décimo al ver la temeridad de su futuro heredero.

Le molesta sobremanera la irresponsabilidad.

Sabe que bajo tierra se hallan quienes se sabían inmortales.

Hombres mejores que su hijo descansan en ella para siempre.

Descuelga el pellejo de su montura y, sin apartar los ojos de Cleón, vierte en el suelo una generosa libación en honor a Kasei antes de echar un largo trago de vino que anega su garganta.

Acto seguido desmonta y aguarda la llegada del explorador.

—¡Salve!

Naseyras, el Invisible jefe, para muchos el mejor jinete del Imperio, pasa la pierna por encima de la cabeza de su caballo y descabalga de un salto antes de que se detenga por completo.

—Traigo noticias de La Marca, señor.

Décimo se adelanta unos pasos y arroja el pellejo de vino al explorador, que lo atrapa en el aire con facilidad.

Los ojos de Naseyras tropiezan con los del emperador, unos ojos en los que se le hace imposible leer las intenciones de su portador, y hace una pequeña reverencia con la cabeza antes de beber. Décimo pasa el brazo por encima de su hombro derecho y ambos caminan en sentido contrario a la legión.

—Dime que todo está controlado, amigo —le susurra.

—Todo está controlado —responde el Invisible.

Décimo deja escapar una sonrisa y zarandea al explorador.

—Mientes peor que tu padre, amigo. —Arrebata el pellejo a Naseyras y se echa un trago al coleto, después se limpia la boca con el dorso de la mano y se lamenta—. Ojalá estuviera ahora aquí. Le echo de menos, ¿sabes? Dakeyras no sólo era el mejor jinete del Imperio, también era un buen amigo.

Decimo se da cuenta que se está poniendo en evidencia ante el jinete, y sacude con su enorme mano derecha una mota de polvo imaginaria buscando recuperar la compostura.

—Al menos dime que no es tan grave, maldito centauro.

—Me gustaría poder decirlo —indica Naseyras—. Adriano y su hijo Drakkar te saludan. Dicen que Norsia ha reunido un gran ejército dispuesto a rebasar los Cuarteles de Invierno. Afirma que los hombres del norte han construido una gran flota que no deja de escupir guerreros en nuestras costas. Pero... —duda.

—Habla con libertad, muchacho. Eres mis ojos ahí afuera.

—He reconocido el territorio varias veces. He peinado esas tierras en persona y no he hallado nada que me haga pensar que ahí afuera hay un ejército de tales dimensiones. Sólo tropezamos con un campamento de unos tres mil efectivos, sin caballería ni maquinaria de asedio. Bárbaros duros, pero mal organizados.

Décimo se lleva la mano al mentón y se acaricia la barba.

Adriano, su suegro, ha velado durante años con celo aquel límite del Imperio, así que pasar por alto su informe se le antoja un error. Pero, por otro lado, desatender el de Naseyras, explorador experimentado, un ave rapaz con la inteligencia de un zorro a lomos de un caballo, es una imprudencia que de ninguna manera está dispuesto a cometer.

Empieza a notar sobre sus hombros el peso del Imperio.

Con Aulo enloquecido y el príncipe Cleón jugándose la vida a cada paso, empieza a echar en falta los consejos de su padre.

—Hay algo más… —Naseyras hace una pausa para tomar aire y Décimo intuye que el explorador se ha guardado lo peor para el final—. La Marca ha hecho oídos sordos a unos informes llegados de Pugnator. El general Miceneo ha informado de una flota norteña frente a sus costas. En esta ocasión sí cuentan con máquinas de asedio. Calíades el Feroz está con ellos, señor.

—¿Estás seguro de lo que dices, amigo?

Naseyras reflexiona antes de contestar, aunque intuye que el emperador se refiere a Calíades, a quien llama hermano desde que ambos eran rapaces, y no al hecho de que La Marca haya desatendido la petición de auxilio de Miceneo.

—Mis hombres recibieron un nuevo despacho, apremiando a La Marca a actuar. Yo mismo intercambié información con los Invisibles de Pugnator y fueron muy claros: una flota norteña en costas imperiales. En lo referido a Calíades el Feroz, me consta que acudió a la fortaleza a comprar un caballo y se vio preso de la situación. Me temo que ha tenido mala suerte...

Décimo se rasca la barba mientras lo atraviesa con la mirada.

—¿Crees que pueda tratarse de una maniobra de distracción? ¿Que esté relacionado con lo de La Marca? —pregunta al fin.

Naseyras no vacila; tiene la respuesta preparada.

—Creo que La Marca se ha dejado engañar por los norse; son muy pocos los efectivos desplegados en la región y, como dije, no traen maquinaria de asedio ni ningún tipo de escala con las que trepar los muros. Norsia no posee el poder para competir de tú a tú con La Marca y es consciente; sin embargo, Pugnator se antoja un bocado menos peligroso y apetecible.

Décimo se muestra de acuerdo con el análisis del Invisible.

—Buen trabajo, Naseyras —dice al fin—. Quiero que se vuelvan a peinar esos territorios de forma escrupulosa y que se me informe de inmediato, ¿te encargas tú? —Naseyras se golpea el pecho con el puño y adopta la posición de firme—. Envía a tus mejores hombres a Fobos y que Andrés de Halicarnaso y sus legiones partan de inmediato en auxilio de Pugnator, yo acudiré en cuanto me reúna con Adriano y me asegure que La Marca está fuera de peligro. Sería una temeridad dar media vuelta estando tan cerca. No podemos permitirnos errores de ningún tipo. Así que ve y sé mis ojos, amigo. Y por Kasei no arriesgues la vida inútilmente. No me gustaría tener que prender tu pira.

—Nunca lo hago, señor.

Naseyras sube de un salto a su montura y pica espuelas.

Décimo lo ve alejarse entre una nube de polvo, gobernando su caballo con las rodillas mientras imparte órdenes, y desea tener veinte años de nuevo para poder cabalgar a su lado. Después hace una seña a Fiódor y la legión se pone en marcha con un estruendo metálico que lo reconforta. Tras un trecho cabalgando en completo silencio, lejos de los oídos del príncipe y de la tropa, el emperador rompe el mutismo sin previo aviso.

—Fiódor…

—Señor…

—¿Por qué no hemos arrojado al mar del que salieron a esos sucios hombres del norte que tanto incomodan al Imperio?

—¡Señor, porque son muchos, porque son un pueblo que vive por y para la guerra, y porque sus mujeres se pasan la vida pariendo bravos guerreros con los que alimentan sus filas, señor!

La voz marcial del strategos recuerda al emperador el motivo por el que confía ciegamente en él.

—Da gusto escucharte recitar poesía.

—Hago lo que puedo, señor…

«Ya lo creo que lo haces», piensa el emperador.

Entre el oficial y él hay nada menos que veinticinco años de diferencia. Un cuarto de siglo en el que Fiódor ha enterrado a un hijo y a un hermano, ambos tragados por el gigante de la guerra.

—¿Cansado?

La pregunta coge por sorpresa a Fiódor.

—¡Lo estrictamente permitido, señor! —alega, dando varios golpecitos con el puño a su pierna izquierda—. Este reuma me está matando. Los años no perdonan y las marchas se hacen interminables. Ayer era un jinete experimentado al que todos admiraban. Hoy me hallo rodeado de niñatos que creen estar a mi altura, señor.

—El mundo cambia demasiado rápido, amigo. Y deja de llamarme señor de una vez, ¿quieres? Podrías ser mi padre.

—Y también podría ser el de muchos de estos bastardos.

Indica Fiódor señalando a los legionarios más jóvenes con el mentón. Décimo agita la cabeza y traza una sonrisa en respuesta.

Fiódor se desprende del yelmo y deja a la vista su corto cabello plateado; el azul de su mirada busca los ojos de Décimo.

—¿Puedo hacerte una pregunta que me inquieta?

Silenció… Silencio resquebrajado por el estrépito de los cascos de los caballos de los Invisibles lanzados al galope.

Ahora es Décimo quien se desprende de su casco.

Su larga cabellera oscura aparece como por ensalmo.

A sus treinta y nueve años, dos más que Aulo, sigue siendo poseedor de una fortaleza física envidiable. Sus más de dos metros de alzada, una mirada carente de vida y el rostro cubierto por una espesa barba negra, teñida por alguna que otra hebra gris, le confieren un aspecto rudo, más propio de un jarl norse —el equivalente a un conde— que de un noble de Enceladus.

—¡Adelante! —responde al fin.

—¿Qué es lo que tanto te preocupa?

Décimo toma aire por la nariz y lo deja escapar por la boca, imitando sin pretenderlo el gesto que solía hacer su padre.

—¿Por dónde empiezo? —Sonríe con tristeza ante lo absurdo de la situación—. Aulo ha mandado ejecutar a un ministro de la Moneda y ha dado muerte a un general que cabalgó junto a mi padre. Y no satisfecho con eso, ha osado acabar con un noble para poder yacer con su esposa, como si de una simple fulana se tratara. Por las informaciones proporcionadas por Naseyras, es muy posible que La Marca esté gobernada por un anciano que se deja engañar y que desatiende informes donde se reclama su presencia. —Mientras habla, Décimo busca al príncipe Cleón con la mirada; éste cabalga rodeado por un grupo de Invisibles, hombres que darían la vida sin pensarlo antes que permitir que nada malo le ocurra. Fiódor se percata del detalle y, para su sorpresa, descubre miedo en los ojos de Décimo, al que acto seguido oye decir—: Pero, para serte sincero, es Cleón quien me preocupa. El muy botarate cree que es un guerrero Dragón como su tío Drakkar y su abuelo, y ambos sabemos que éstos sangran y mueren en el campo de batalla como todos. Míralo, ataviado con esa coraza de oro como si el sol no pudiera derretirlo.

—Se debe de estar asando —responde Fiódor divertido.

Cleón palmea la espalda de uno de los Invisibles de refresco a modo de saludo; luego hace girar a su caballo y sale disparado hacia el siguiente grupo de exploradores, donde repite la acción.

—Por mí que se ase, pero que no arriesgue la vida en vano. Aún no me he habituado a verlo entre las falanges, esquivando moharras que podrían arrancarle los ojos. Para mi sigue siendo un rapaz. Le prometí a su madre que no correría ningún peligro, una promesa que ni siquiera Kasei podría cumplir.

—Entiendo tu desesperación.

Fiódor descuelga el pellejo de vino y se lo pasa al emperador.

Décimo bebe y se limpia la barba antes de devolvérselo.

—Es un fantasma contra el que ni siquiera un emperador puede combatir. ¿Qué puedo decir a quien ha visto perecer a toda su estirpe luchando por el Imperio? La guerra no aguarda a que los hombres se conviertan en héroes. Los devora de un bocado, los mastica y los escupe, amigo. Algunos no vuelven a levantarse jamás. Yacen para siempre en el suelo hasta que sus huesos desaparecen en el olvido del tiempo. Esa zorra llamada guerra no hace distinciones entre nobles y plebeyos. No tendrá compasión con mi primogénito y, para serte sincero, no creo que esté preparado para abrazarla. —Suspira abatido—. ¡Por todos los malditos y caprichosos dioses! ¡Que Kasei lo proteja y no permita que nada malo le suceda!

Apenas menciona a la deidad, empieza a arrepentirse.

Cuando era niño, Décimo tenía un pedagogo al que escuchó decir en cientos de ocasiones que el éxito del Imperio radicaba por entero en su Dios. Que era Kasei quien, para más gloria del emperador, derrotaba a los ejércitos en el campo de batalla; sin embargo, él jamás ha contemplado a la divinidad empuñando la lanza y combatiendo en el muro de escudos hombro con hombro con sus guerreros, sajando rostros y pisoteando cuerpos rotos en su avance. Jamás ha escuchado a nadie asegurar que el flanco enemigo ha sucumbido ante el poderío de la caballería de Kasei.

Quizá el viejo Aristóxeno, tan alejado y a salvo de los rigores de la guerra, siempre con sus finas manos manchadas de tinta y entre pergaminos, tal vez lo vio. Pero él no.

Ni siquiera en su primera batalla, con apenas ocho años.

La guerra llegó a Enceladus en forma de rumor.

Pronto el rumor se convirtió en amenaza.

El megarón de su padre se encontraba atestado de ruidosos generales que vestían corazas de bronce y bebían vino mientras ojeaban viejos mapas. Más tarde, al ser descubierto en mitad de la reunión, Décimo fue expulsado del salón con el pretexto de que era un niño y no debía inmiscuirse en asuntos de adultos.

Pero el rapaz no los oyó y se las apañó para acompañarlos a la guerra, ocultándose sin comer ni beber en el interior de un carro que transportaba carcajes repletos de flechas negras y un buen número de equipos de combate. Al segundo día, al despuntar el alba, poco antes de que las legiones formaran en el claro que el emperador había seleccionado, el rapaz abandonó su escondrijo ataviado con una coraza de cuero y una espada corta dispuesto a hacer la guerra.

Nunca imaginó que ésta jamás lo abandonaría.

Ni que se demorara tanto en dar comienzo.

Era mediodía cuando ambas formaciones chocaron.

Habían permanecido inmóviles horas una frente a otra, como pétreas figuras de la antigüedad. La batalla fue encarnizada y las tropas imperiales tuvieron que emplearse a fondo para doblegar a un enemigo que llevaba hostigándolos miles de años. Las formaciones chocaron una y otra vez con violencia inusitada, la caballería voló sobre el campo de batalla con un estruendo que helaba la sangre y los arqueros descargaron una aljaba tras otra sin descanso, hasta que las yemas de los dedos en carne viva les sangraron por el esfuerzo.

Las combativas huestes de Olaf Trygvasson, el caudillo norse que desafiaba la hegemonía del Imperio, en un ejercicio de valor sin precedentes avanzaron hasta el corazón mismo de donde se encontraba Jaca, obligando al emperador de Enceladus a luchar con todo lo que tenía a su alcance para conservar la cabeza. Esa fue la primera vez que Décimo le salvaría la vida, la primera de muchas en adelante. Más tarde, derrotadas las huestes de Olaf, con una copa de vino en la mano y al calor de una hoguera, Jaca contaría cómo el rapaz le había salvado la vida en el momento que Olaf Trygvasson descargaba a Inexorable, su temible hacha, sobre su cabeza. Lo haría ante la mirada atenta de Décimo, el cual era agasajado con toda clase de muestras de afecto por los generales de su padre. Y es que fue él de todos cuantos había en el campo de batalla quien impidió interponiendo su acero contra la defensa de Olaf el golpe fatídico que hubiera enviado a Jaca de vuelta al barro, hiriendo al norse en un ojo y obligando a sus generales a llevárselo con gran celeridad, dejando atrás incluso a Inexorable.

Pero esto ocurrió hace mucho tiempo, aunque para Décimo permanece tan fresco en su memoria como si hubiera sucedido ayer. Porque por más que lo intenta, no hay día en el que su mente no regrese a ese campo de batalla y reviva, con exactitud, el momento exacto en el que Olaf Trygvasson fue derrotado por su mano y no por la del Todopoderoso Kasei.

Ahora cree que fue una pena la suerte que corrió Olaf.

Tras la rendición incondicional de Norsia y su apremiante impaciencia por cumplir las exigencias del Imperio, Olaf fue perseguido sin tregua por su propio pueblo hasta su captura. Posteriormente Norsia lo entregó cargado de cadenas al Imperio como muestra de buena voluntad; aunque Olaf prefirió romperse el cuello en una celda oscura antes de ser vendido como esclavo y terminar sus días en una mina de sal.

Ahora Décimo acaricia el frío metal y recorre a Inexorable.

A veces cree que el espíritu de Olaf se ha apoderado de él.

A veces siente que el bárbaro vive en su interior.

 

✠✠✠

 

El ejército toma el sendero de piedra y enfila la vía Tariel, el primer caballero Dragón que combatió a los hombres del norte. Las torres de La Marca se alzan solemnes ante la legión, moles milenarias que soportan el paso del tiempo en completo silencio. Su construcción, nada fuera de lo común a excepción de los seis dragones de oro que las coronan, es hoy por hoy una constante entre los arquitectos reales que exhiben todo su saber en favor del Imperio. El rastrillo se halla en lo alto cuando Décimo llega.

El sonido de las trompas emerge de la urbe y las puertas de la fortaleza se abren de par en par, dejando a la vista el distintivo de la casa del Dragón: el mascarón de proa en forma de cabeza de dragón de una embarcación norse. Adriano y su hijo Drakkar, el cual protege su torso con una coraza de oro con escamas de dragón elaboradas del mismo material, abren la marcha a lomos de soberbios caballos de guerra que cuestan el salario de una vida de un strategos. Ambos cruzan el puente levadizo tocados con cascos crestados y escoltados por su guardia de Capas Negras, la unidad de élite responsable de su seguridad, cuando Fiódor ordena a sus hombres entonar el peán: los legionarios de la X y XI legión, que se ha unido a Décimo poco antes de avistar La Marca, rugen el himno con la fuerza de mil olas golpeando la roca en una noche de lluvia, momento que Décimo aprovecha para adelantarse. A diferencia de los regentes de La Marca, viste una sencilla coraza negra y la capa roja sobre los hombros.

—¡Salve! —clama levantando la mano.

—¡Salve! —repiten Adriano y Drakkar llevándose el puño al pecho; padre e hijo desmontan tan rápido como les es posible y se hincan de hinojos en el suelo embarrado ante Décimo.

—En pie —ruega éste desmontando y acercándose a grandes zancadas. Su voz suena algo amortiguada y metálica a causa del yelmo que protege su testa—. No he venido para ser adorado.

—¡Qué el Hadis me lleve! —jura Adriano, el guardián de esta parte del Imperio desde hace más de cincuenta años. Es un marcial de piel clara que se halla en la fase final de su vida: cabello blanco y piel arrugada; poseedor de una barba plateada terminada en punta y una mirada de un azul tan intenso como la mar embravecida. Décimo lo ayuda a levantarse ofreciéndole la mano como haría un hijo. Adriano, que no disimula su felicidad, aferra su antebrazo con fuerza y le susurra al oído—: Sabía que vendrías, yerno.

—Mi padre solía decir: «No sólo de promesas y gestos grandilocuentes vive el hombre. Los juramentos suelen hacerse a la ligera, a veces motivados por el vino o el frenesí del momento. La palabra dada debe ser sagrada en cualquier rincón del mundo, sin excepción. Y tales ofrendas deben ser rubricadas con la sangre del enemigo en el campo de batalla».

—¡Bravo! —exclama el anciano antes de abrir los brazos y estrechar a Décimo con fuerza.

—Hablemos… —le susurra el emperador.

La sequía ha hecho de las suyas en esta parte del Imperio y el polvo parece perseguirlos como haría un cachorro hambriento tras los pasos de su madre. Dan un paseo hasta las puertas de los Dragones, y ambos marciales se desprenden de los cascos para poder mirarse a los ojos; el señor de La Marca ha envejecido desde la última vez que Décimo lo vio, profundas grietas surcan su rostro y a su mirada, antaño severa e implacable, asoma un destello de bondad que Décimo achaca a la longevidad.

Adriano habla y habla sin parar, con la voz emocionada y entrecortada por el esfuerzo, mientras Décimo disfruta de su compañía y de los recuerdos que éste parece empeñado en traer a su mente. Hablan de la última vez que Décimo visitó La Marca, cuando Adriano le entregó a su bella hija Helena en matrimonio, uniendo hábilmente su estirpe con la del emperador y reforzando aún más su posición en el Imperio. También conversan de todo lo ocurrido durante la celebración; Décimo ganó la prueba de pugilismo, derrotando al campeón de La Marca en una exhibición de fuerza y destreza que aun hoy se recuerda por su espectacularidad; sin embargo, no pudo vencer a su hermano Calíades en la de lanzamiento de jabalina, y recibió un correctivo en la de monta por parte de Marco Lúculo, en aquellos entonces Naseyras era sólo un rapaz.

Décimo mira a su espalda y advierte que dos marciales, tiesos como lanzas, vigilan a cierta distancia: Drakkar y Fiódor, y más allá distingue al príncipe Cleón junto a Epípolas y Nicandro el Rubio, que han asumido con gusto el gobierno de la XI legión en ausencia de Aulo y de Calíades. Adriano sigue a lo suyo con sus historias de viejo, adornando con nuevos y exagerados detalles las batallitas de las que un día fue protagonista indiscutible, y Décimo no puede evitar sentir tristeza al advertir en la clase de hombre en que se ha convertido el señor de La Marca.

—¿Lo recuerdas?

Décimo asiente en silencio.

—Era el guerrero más alto de cuantos había en el campo de batalla. El más salvaje e incivilizado de los bárbaros, pero acabé con él con un solo golpe de espada sin titubear. Después de eso, nadie quería enfrentarse a mí como es lógico. Y no les culpo por no querer hacerlo…

A decir verdad, no era el más alto del campo de batalla, ni siquiera uno de los de mayor alzada. Es cierto que olía mal y poseía una barba anaranjada que le llegaba hasta más allá del pecho, pero ahí terminaba toda su ferocidad si se le comparaba con el resto de norses que asistieron al conflicto. En cuanto a lo de acabar con él de un solo golpe de espada, Décimo recordó que aquello sucedió después de que el norse recibiera tres impactos de flecha en las tripas; sólo entonces, y no antes, el señor de La Marca manchó su acero con la sangre caliente del bárbaro.

—¿Dónde está Cleón?

La pregunta coge a Décimo por sorpresa, que reacciona echando un vistazo por encima del hombro derecho en dirección al príncipe.

—¿Acaso no desea ver a su abuelo?

El emperador intenta explicarle que no hay tiempo para eso, que deben ocuparse de asuntos más apremiantes que requieren de toda su atención, pero Adriano lo interrumpe y le asegura que él en persona leyó los informes de Pugnator donde el general Miceneo aseguraba que una flota norteña había atracado junto a sus costas.

—Eso no es posible —dice sin más el anciano, al que parece molestar sobremanera el peso de la coraza—. Estoy cansado. Pero si te preocupa que unos cuantos norteños en destartaladas chalupas pululen por los territorios de Pugnator, será mejor que hables con Drakkar mientras yo disfruto de mi nieto.

Acto seguido hace una seña y Drakkar se adelanta tirando de las riendas de su montura; el caballero Dragón aguarda con paciencia y tiene que ayudarlo a subir a lomos de la bestia, que con una sacudida comienza a alejarse cabizbaja en dirección a Cleón.

—Ya no es el que era —sentencia Drakkar negando con la cabeza—. Por duro que resulte, hay que reconocer que está más fuera que dentro de este mundo. Se ha empeñado en recibirte a lomos de un caballo y no hemos conseguido disuadirlo de ello.

«¿Y acaso no haríamos todos lo mismo?», se dice Décimo.

Un silencio incómodo amenaza con dilatar las formalidades.

Es Drakkar quien lo hace trizas con una trivialidad disfrazada de cortesía.

—¿Qué tal el viaje? —pregunta.

Décimo se sacude como si algo lo hubiera arrancado de un sueño. Drakkar se planta ante él, celosamente engalanado para la guerra. La luz del sol acentúa la belleza de su coraza con cada destello, mientras la del emperador parece devorarla en su interior: un trozo de metal opaco engullendo hasta el último rayo de luz. Se agarran con fuerza por los hombros, sonriéndose el uno al otro, para terminar unidos en un abrazo metálico.

El caballero Dragón se ve obligado a ponerse de puntillas para poder rodear con los brazos al emperador de Enceladus. Es un mandatario nato con una espesa melena oscura y los ojos azules de su progenitor, al que su pueblo llama Drakkar por la cantidad de embarcaciones norse que ha hundido. Ha nacido en los Cuarteles de Invierno hace ya treinta y seis estaciones. La guerra contra el norse es cuanto conoce y, si nos atenemos a sus continuos logros, no parece dársele nada mal.

—Penoso y abrasador —responde el emperador descargando una afectuosa palmada en su espalda—. Kasei se llevó la lluvia y Kasei nos la devolverá cuando lo considere oportuno. Pasemos a temas más importantes, ¿quieres? Pugnator. ¿Quiero saber por qué los informes del general Miceneo han sido ignorados?

—¿Ignorados…? —se defiende Drakkar—. Recibimos los despachos y actuamos en consecuencia. Somos La Marca, y no podemos permitir descuidar nuestras fronteras por un problema sin importancia.

—¿Un problema sin importancia? —bufa Décimo—. Tengo tres informes que contradicen tus palabras, y el cuarto viene en camino.

Drakkar trata de defenderse de nuevo asegurando que en los últimos días se ha avistado un ejército norteño al norte de La Marca, y que él y sus generales han tomado cartas en el asunto desplegando dos legiones y un regimiento de caballería a lo largo de la línea fronteriza. Incluso asegura conocer el nombre de quien instiga a los norteños.

—¿Quién los dirige? —quiere saber Décimo.

—Tyr —responde el marcial. Acto seguido aparta un mechón oscuro de su rostro y se apresura a añadir—: Tyr hijo, claro.

A pesar de que el día está tocando a su fin hace un calor de mil demonios; pese a ello Décimo vuelve a ponerse el casco e intenta ocultar un ademán de disgusto al oír el nombre.

—Tyr… —dice transcurrido un mundo. Deja que el nombre se pierda en la nada y encadena una serie de frases que parecen destinadas más para sí que para su acompañante—. Un nombre de infausto recuerdo para mi hermano Calíades, pues Tyr el Viejo acabó con la vida de su padre en la batalla de Fobos. Mi padre cruzó aceros con él en dos ocasiones; un espadachín notable, máxime para ser nórdico. Pero el malnacido sobrevivió a ambos encuentros.

—Una lástima —se lamenta Drakkar.

—Así lo quiso Kasei. Quizá la enfermedad y la vejez sea el precio a pagar por sus blasfemias contra el Imperio.

—Es un castigo justo, sin duda. Aunque, si me dan a elegir, preferiría atravesarlo con mi lanza en el muro de escudos.

—A ti siempre te ha gustado matar rápido —ríe Décimo.

—¿Acaso existe una forma mejor de hacerlo?

El emperador sopesa la cuestión con detenimiento, pero sus reflexiones son interrumpidas por el sonido de cascos a lo lejos.

 Un grupo de Invisibles cabalga hacia ellos a galope tendido, agitando las riendas de sus extenuadas monturas como si las puertas del Hadis se hubieran abierto ante ellos y fuesen a ser engullidos. Su líder, quien guía a su caballo con sus poderosos muslos, es el primero en desmontar. Naseyras tiene el rostro serio; pese al esfuerzo de la cabalgada, su pecho no se mueve lo más mínimo. La única señal que delata su cansancio es el sudor recorriendo su tersa y bronceada piel.

—¡Señor!¡El pequeño ejército norse acampa cerca de aquí!

—¿Siguen siendo tres mil? —pregunta Décimo.

—Así es. —responde el Invisible—. Lo que los exploradores de La Marca advirtieron, una y otra vez, fue a un mismo grupo de guerreros con distintos blasones de guerra haciéndose pasar por un ejército mayor de lo que en realidad eran. Son unos tres mil y en estos momentos descansan plácidamente. Lo sé porque lo he visto con mis ojos. Creo que pretendían distraernos y ganar algo más de tiempo para sus hermanos de armas de Pugnator.

—¿Tienes noticias de Miceneo? —pregunta Décimo.

 Drakkar no necesita que nadie le explique que Naseyras es el cuarto informe. Su rostro adquiere un gesto de preocupación a medida que el Invisible va escupiendo sus averiguaciones.

—¡Los norse han atracado en la costa de Pugnator y han tomado la playa! Se trata de un ejército mucho mayor del que pensábamos en un principio: treinta mil efectivos. Por lo que he podido averiguar, al parecer un oficial de la Línea ha vendido sus servicios a los cuervos, permitiendo que éstos atraviesen la frontera —señala Naseyras refiriéndose al cerco defensivo que nace en La Marca y muere en la ciudad de Caria, justo donde empiezan las montañas.

—¿Quién? —quiere saber Décimo.

Naseyras retira la mirada un instante antes de hablar:

—Creso de Solón es el único que no permanece en su puesto.

«¡Creso! Ahora todo tiene sentido», se dice Décimo para sí.

Las fronteras imperiales, todas sin excepción, están bien protegidas y abastecidas con hombres suficientes para aguantar el empuje bárbaro, por feroz que este sea; de modo que sólo un acto de traición puede ser el causante de la ruina del Imperio.

—¿No es uno de los hombres de Aulo? —pregunta Drakkar.

El emperador asiente amargamente; dadas las circunstancias le resulta muy oportuno. Siente que la rabia se apodera de él y la bilis le sube por la garganta sin poder hacer nada para evitarlo. Un escalofrío recorre su espalda y cierra los ojos por la angustia. Naseyras le ha traído la peor de las noticias posible; la traición de su propio hermano, pero él no es de los que se lamentan sin más y en su mente empieza a bosquejar una respuesta acorde a los hechos.

—¿Se sabe algo de Calíades? —quiere saber antes de hacer lo que tiene que hacer.

—Se dice que Calíades se ha puesto al frente de una legión en Pugnator; él y sus hombres defenderán la playa del empuje norteño y tratarán de repelerlos —asegura Naseyras.

A Décimo no agrada lo más mínimo lo que oye y blasfema.

Acto seguido felicita a Naseyras por su trabajo y empieza a impartir órdenes con voz de trueno, rugiendo por encima del Invisible, que por un momento no sabe dónde meterse.

—Que las legiones se desperecen y que Fiódor prepare la caballería. Quiero tres compañías de arqueros con las aljabas a rebosar de flechas. Salimos a cazar cuervos ahora mismo.

—Señor… —objeta Naseyras mirando a sus exploradores—. ¿Qué hacemos nosotros mientras tanto?

Décimo lo mira de arriba abajo y, guiñando un ojo, dice:

—¿Has cazado cuervos alguna vez, amigo? —Naseyras niega con la cabeza muy despacio—. Pues ya va siendo hora de que aprendas, ¿no crees?

El César deja atrás la capital y camina asido a Inexorable.

El viento procedente de las montañas alborota su cabello y juega con su barba. El cielo azul, despejado durante meses, da paso a unos nubarrones que parecen traer consigo la violencia que está a punto de estallar. El ejército enemigo se encuentra a tiro de lanza como aseguró Naseyras, no porta maquinaria de asedio ni ningún tipo de escala con la que atacar los muros de La Marca, tampoco acarrea provisiones para establecer un sitio. Marcha a la vieja usanza como lleva haciendo durante siglos: broquel circular en el lado izquierdo, con el que forma el temido muro de escudos, hacha o lanza en el derecho en detrimento de la espada.

 

 

✠✠✠

 

 

Eskol se halla tumbado sobre una manta en el suelo cuando ve aparecer al guerrero. No pensaba tener noticias del Imperio al menos hasta la mañana siguiente, y mucho menos que uno de ellos se presentara en su pequeño campamento improvisado.

Algo no va bien y puede sentirlo.

Sabe que él no es lo que se dice un líder nato de esos que los hombres siguen hasta la muerte, pero tampoco es un botarate y no necesita más para entender que se avecinan problemas.

Sin tiempo que perder, ordena a sus hombres que tomen los escudos y se preparen para formar, que acatan la disposición a regañadientes, dejando claro por la expresión de sus rostros que no les ha gustado nada ser interrumpidos en mitad de la comida. Eskol no los culpa, porque él mismo se siente molesto con el guerrero que sigue acercándose poco a poco, como una promesa que nunca termina de llegar. Es viejo y porta una coraza oscura y una capa escarlata sobre los hombros, y oculta el rostro con un casco crestado por el que Eskol piensa recibir una buena suma cuando acabe con él.

—¿Quién es? —pregunta Bión, un guerrero alto y espigado que se presentó voluntario con Eskol para tratar de hacer creer al Imperio que pretendían atacar La Marca.

—Un hombre que ya está muerto —responde Eskol—. Solo que aún no lo sabe.

Los últimos norses se incorporan a la formación con los carrillos repletos de carne, salchichas o pedazos grasientos de venado a medio hacer; otros, los que acataron el mandato con la celeridad del rayo, se lamentan al no tener nada que echarse a la boca, y por la posibilidad de tener que entrar en combate con el estómago vacío.

El fuego de las hogueras carboniza las raciones.

Da buena cuenta de ellas en un silencioso crepitar.

Pronto un fuerte olor a carne chamuscada flotará en el aire, que a su vez dará paso a otros menos agradables que harán que respirar sea insoportable. Muchos de los guerreros que sostienen con firmeza sus escudos de madera lo saben. En la batalla, el suelo se vuelve resbaladizo a consecuencia de la sangre y otros fluidos que algunos guerreros dejarán escapar antes de morir.

Todos han venido a luchar y están aquí para enfrentarse al Imperio; sin embargo, muchos se sorprenden deseando que no suceda lo que está a punto de suceder.

Al igual que su líder, tienen la mirada puesta en el guerrero que se acerca, al que ya se le distingue una barba poblada debajo de aquel yelmo crestado y abollado.

El cielo sigue congregando nubarrones negros, que amenazan con reventar en un llanto afligido después de meses sin derramar ni una sola gota, dando algo de tregua a las altas temperaturas que han castigado, día y noche, a unos hombres que ya de por si nunca han tenido una vida fácil, y que no esperan tenerla a estas alturas.

El guerrero imperial se detiene en seco justo antes de llegar a los límites del campamento, fuera del alcance de las flechas y a un mundo de distancia de las jabalinas. Eskol golpea su escudo con el plano de su hacha y avanza raudo hacia él con los dientes prietos, como si con ello pudiese evitar cualquier posible fuga del valor que se necesita para enfrentarse a un desconocido armado. Y aunque el miedo no anida en su corazón, sabe que a veces no basta con eso.

Pero algo lo detiene.

Una nube de polvo se eleva por encima del marcial del casco crestado, una cortina tempestuosa que por momentos lo engulle, haciéndolo desaparecer, para acto seguido volver a escupirlo.

Eskol detecta a la caballería antes de que se materialice tras el guerrero. Forman al menos una legión y lanzan sus monturas a galope tendido en dirección al corazón del campamento, donde se hallan sus hombres en formación sin ninguna posibilidad de rechazarla. Un sonido penetrante, un silbido que atraviesa los cielos con la amenaza de una nube de flechas, derriba a muchos de los norteños de la pequeña formación, abriendo huecos en las apretadas filas y arrancando alaridos de dolor, que son tragados por el estruendo que produce la caballería al pasarlos por encima en su violenta carga.

—¡Malditos! —se lamenta.

La espesa barba amarilla oculta su boca apretada en un rictus de rabia. Sabe que todo está perdido, de modo que decide acudir en busca de una buena muerte y se lanza sin reservas a por el guerrero del casco crestado. Décimo lo recibe con Inexorable, que hace astillas su escudo y le arranca el brazo izquierdo de un tajo, enviando su pesado cuerpo al suelo y provocando que su propia hacha se hunda sin oposición en su garganta.

Transcurridos unos latidos, donde el dolor punzante se hace cada vez más agudo a medida que el norteño trata de recuperar la verticalidad en vano, la figura del emperador se agacha frente a su cuerpo mutilado y observa en respetuoso silencio cómo sus legiones barren el último foco de resistencia norse. El sol vuelve a brillar y el canto monótono de la cigarra acompaña a Eskol en su paso a la otra vida, mientras los muros asediados de Pugnator aparecen ante Décimo como una broma de mal gusto.

En estos momentos, Calíades el Feroz puede ser solo un trozo de carne marchitándose en el suelo.  


 

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