Mi nombre no importa en absoluto.
Observo el mundo con los ojos de un
esclavo. Atado de pies y manos, escoltado por dos guardias con el alma tan
negra como la mía, recorro en silencio el pasillo que conduce a la arena.
Hoy
el aire está especialmente viciado.
Puedo sentirlo.
Percibo olores con los que un
legionario está acostumbrado a convivir.
Olores que traen consigo
la muerte.
El juego y las féminas
entraditas en carnes me han traído hasta aquí, soy consciente de ello. Nunca la
suma total de cientos de partidas de dados, todas ellas amañadas, ha resultado
tan costosa para nadie.
No exagero.
Porque de ser el César, me jugaría
el Imperio a una sola tirada.
Se puede decir que es mi naturaleza.
Las apuestas, la indisciplina y otras cosas que no recuerdo me han acompañado como
un perro fiel durante toda mi carrera. Igual que las rameras persiguen a las
legiones por todo el orbe.
No me arrepiento de nada.
Mi padre siempre decía que
alguien sabe que ha tocado fondo cuando las deudas acumuladas sobrepasan con
creces su fama de fullero.
A mí no me parece tan
grave.
Desde luego no como para morir en la arena del anfiteatro.
Estoy divagando.
¿A quién le importan
las tribulaciones de un esclavo? A mí no. Tampoco al resto de gladiadores que espera
su momento con inquietud, dioses de barro confinados en sus celdas que aúllan consignas
de muerte mientras avanzo.
Veo sus rostros
deformarse, con las venas del cuello a punto de estallar, pero no escucho sus
voces. Son, sin duda, los tipos más duros que he visto en mi vida. Como duro es
el cabrón de Aulo, el lanista del Ludus.
Debe tener no menos de cincuenta años y aún no ha nacido el bastardo capaz de desbaratar
su guardia. Al amo le agrada ejercitarse con nosotros cada mañana. Es rápido
como un felino y mortal como una cobra. No hay nadie en el Ludus que se pueda medir a él sin sufrir una herida.
Si os lo preguntáis,
diré que es una apuesta segura.
Su destreza me ha hecho ganar
alguna que otra moneda, sobre todo con los púgiles más jóvenes. De modo que no es
de extrañar que lograra su libertad.
¿No os lo he dicho? Aulo, el amo, hace años fue gladiador.
A él no le gusta hablar del pasado, pero en
alguna ocasión ha mencionado que un hombre puede conseguir su libertad en la
arena.
Dice que el truco está en no dejarse matar.
Y no es mal truco.
Es él quien libera mis manos y mis pies
de las cadenas.
El bastardo aferra un puñado de arena entre sus manos, aún
caliente a pesar de la posición del sol, y lo coloca en las mías invitándome a salir por la Puerta de la Vida.
Vence a tu contrincante y ganaras tu libertad, ha dicho.
Así que ha llegado el momento que todo hombre espera.
Un combate más y seré libre.
Uno más.
Me gustaría poder decir que no tengo
miedo pero mentiría.
Emerjo al exterior y saludo a la multitud, gladio en mano,
con el rostro oculto tras un yelmo cuyo tacto aborrezco. Vocifera mi nombre,
pero no lo oigo. Me entrega su calor, pero no lo siento. Caronte y sus esclavos
arrastran con garfios los cuerpos sin vida de los últimos cristianos
condenados. Detrás de ellos, la figura de un gladiador espera sin inmutarse. Es
mi adversario, Táutalo, un hispano de piel morena que se unió al Ludus no hace demasiado.
El emperador
en persona, vestido de blanco impoluto y con el rostro teñido de rojo, se
materializa en el balcón. Pronto el único sonido en el recinto es el
del silencio, aunque no estoy seguro de que algo así sea posible
—¡Ave, César, morituri te salutant! [los
que van a morir, te saludan].
Las palabras salen de mi boca con voz de
trueno.
Ni siquiera recuerdo haber movido los
labios.
No importa.
El emperador de Roma, Tito Flavio Domiciano, Dominus et Deus del mundo, junto a la
emperatriz Domicia Longina y rodeado por su guardia pretoriana, ha inclinado la cabeza, saludando a quienes están destinados
a morir luchando para su divertimento.
Táutalo empieza a moverse a mi derecha
sin demora, primero despacio, para después hacerlo con celeridad. El
espectáculo ha dado comienzo con una combinación de golpes que, a pesar de
hacerme retroceder, están muy lejos de alcanzar su objetivo. Ahora la plebe clama
enfervorecida en respuesta a la maniobra del hispano. Las acometidas de mi contrincante
han prendido los ánimos del anfiteatro mientras las palabras de Aulo aun retumban en mi cabeza.
Victoria.
Libertad.
Me alejo de la tempestad de acero más
violenta con la que me he topado jamás; aunque siempre atento, sin perder de
vista la pierna izquierda de Táutalo, que es la que carece de greba protectora.
Los golpes llueven cada vez con más violencia, y son absorbidos por mi escudo.
Al amparo de éste, asomo la cabeza y vuelvo a ocultarla con celeridad tras intuir
la hoja de Táutalo.
Todo acontece con demasiada rapidez y no hay tiempo para el
contrataque. Me aproximo de forma peligrosa a las localidades senatoriales tras
recorrer buena parte del óvalo sin ni siquiera efectuar un golpe de espada. Pronto,
si no hago algo al respecto, me hallaré en uno de los extremos del anfiteatro sin
posibilidad de maniobra.
Ahora las apuestas deben de estar en mi contra.
Táutalo no deja de martillear una y otra
vez mi escudo. Clavo la rodilla izquierda en tierra e intento penetrar la
defensa del guerrero peninsular por debajo, pero no tengo éxito. Hasta en tres
ocasiones busco con insistencia la carne desabrigada del ibérico sin
conseguirlo. En contrapartida, en una demostración de velocidad y destreza
marcial, la
hoja de mi contrincante sí consigue lamer una de las protecciones que cubren mi
brazo derecho, aunque sin llegar a penetrarla por completo.
No acuso la herida.
Finjo el dolor.
Sin duda disparará las apuestas.
Sé que estoy en apuros y me revuelvo con
la rabia de quien se sabe acorralado.
Lanzo un ataque furibundo contra Táutalo,
pero él lo esquiva. La multitud aúlla mi nombre y agradece el esfuerzo, a pesar
de que es Táutalo y no yo quien domina la refriega.
Tan aclamado y tan solo al
mismo tiempo.
Deseo mi libertad con toda mi alma.
No es cierto.
Deseo que las apuestas estén a favor de mi contrincante hispano.
Sólo entonces acabaré con su vida.
Siento una violenta
convulsión cuando Táutalo alcanza mi casco de murmillo con el plano de su gladio. Recibo la acometida y la violencia del
golpe me dice que es hora de hacer que el hispano se reúna con sus dioses.
Oscuridad.
El anfiteatro enmudece.
¿He muerto?
No. Sólo estoy conmocionado por
la brutalidad de la acometida.
Soy demasiado viejo como para no entender lo
sucedido. Conozco todas estas sensaciones porque las he vivido con
anterioridad. El instinto me hace recuperar la verticalidad. Táutalo se halla extenuado
y, pese a su juventud, su pecho se infla y desinfla como el fuelle de un
herrero.
Clava sus ojos en mi.
Nada de esto es nuevo para mí.
La fuerza
de juventud de mi rival, el daimon,
como lo llaman los jodidos griegos sodomitas, parece haberse evaporado estocada
tras estocada. Me acerco a Táutalo al abrigo de mi pesado escudo. Él se
desplaza buscando mi flanco derecho, vacilante. Es un escenario en el cual he
actuado mil veces, conozco sus pensamientos y, lo que es mejor, soy dueño de
los míos: anhela acabar con todo esto creyendo que regresará a casa.
Ni
siquiera puede intuir que he apostado una gran suma de oro en su contra.
Que nada de lo sucedido es real.
Excepto su muerte.
Dejo que aporree mi escudo con su hoja.
Intercambiamos una serie de combinaciones de esas que hacen rugir a la turba,
nada importante. Incluso permito que su acero silbe a
escasos centímetros de mi cabeza
Retrocedo tambaleándome, como si estuviera
a punto de desplomarme víctima del cansancio: Táutalo ve lo que yo quiero que
vea, ni más ni menos. El hispano cree lo que yo le permito creer.
Así de
simple.
Igual que haría un general en el campo de batalla.
Si eres fuerte, haz pensar a tu enemigo
que no lo eres. Si no lo eres, que éste crea lo contrario. Permite ver a tu
enemigo sólo aquello que tú quieres que vea.
Los movimientos de Táutalo, a cada
latido, son más y más pausados; el peso de su armadura le está pasando factura
y piensa, de forma errónea, que me hallo en su misma situación. Arrastro de
forma deliberada el escudo por la arena, dejando huecos a la vista por donde
pueda penetrar una hoja. Envío señales equivocadas con el fin de provocar su
ruina.
Ahora el peso de mi escudo se me antoja insoportable.
Táutalo lo intuye, pero pronto comprobará que su mente le está jugando una mala
pasada.
No puedo evitar sentir lástima por él: pronto se abalanzará contra mí
como un demente vomitando un aguacero de tajos que sólo servirán para cortar el
aire y acelerar su caída.
Dicho y hecho.
El cachorro se ha arrojado con todo en
un arrebato de ira ciega. He contado hasta cuatro tajos antes de emerger de la
protección de mi escudo, rodilla en tierra, y barrer el suelo con mi espada.
Ahora intenta levantarse del suelo, pero no lo consigue, porque le he cortado los
tendones de los tobillos y jamás volverá a recuperar la verticalidad.
Ya está hecho.
El león viejo derrota al joven.
Y mi bolsa, una vez más, está llena.
Informo al amo de que no deseo mi libertad.
No se sorprende.
Mientras cuenta las monedas que le he hecho
ganar, me ojea con mirada reprobatoria.
Siempre se
repite la misma historia.
Conozco todas estas sensaciones.
Mi nombre no importa
en absoluto. Observo el mundo con los ojos de un esclavo.
Mañana… mañana será
otro día.
Un día más en pos de la libertad.
Buen trabajo.
ResponderEliminarSería un buen comienzo para toda una epopeya.
Gracias, José
EliminarMuy épico. Buen material. Aunque yo prefiero que gane el hispano, claro ;)
ResponderEliminarYo también estoy con el hispano. Sin embargo no me importaría ver a Domiciano descender hasta la arena. Gracias por tu comentario, un abrazo.
EliminarEn tu línea, muy bien, promete.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas... ¿has eliminado relatos de tu blog, ¿no es cierto?
Sí; he eliminado todos los de la serie Ares, ya que tengo pensado convertirlos en novela, y el prólogo de Portador Oscuro. También que eliminado el de Tiresio, La Espada de Aurio, que ahora se llama Soledad y Arena. Un saludo.
EliminarPues tengo ganas de leer las novelas en las que se convertirán esos relatos.
Eliminardisfruté mucho viajar al interior de Marco Valerio, hurgar en sus pensamientos mientras está en juego la vida misma, un paralelismo bien interesante. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, compañero. Me alegro de haber conseguido lo que pretendía, pues en esta ocasión mi intención era mostrar al lector el interior del personaje (Soledad y Arena) en detrimento de lo hábil que éste pudiera mostrarse en la arena. Un abrazo.
EliminarBuenísimo Toni y espero que el principio, te deja con la miel en los labios. Besotes artistazo
ResponderEliminarMuchas gracias. Ya tenía ganas de subir algo al blog.
EliminarMuy bueno, me ha gustado.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarMe gustó mucho, Toni. Será novela?
ResponderEliminarNo. ya hemos hablado de ello y, aunque me diste muy buenas ideas al respecto, no tengo la intención. Otra cosa es la vorágine de emociones de la que hemos hablado: cabe la posibilidad de que explote ese filón y escriba más relatos. Muchas gracias y besos mil.
EliminarYo quiero paginas y mas paginas de esto... está cojonudo... me ha salpicado la sangre.. seeée!!!
ResponderEliminarTendrás más de esta mierda.
EliminarTus días de gloria están asegurados, César.
🖤
ResponderEliminarGrandioso, brutal e intenso!
ResponderEliminarHe nadado en el mar de pensamientos de este Gladiador sin nombre, y tiene razón, su nombre no importa en lo absoluto, porque lo que en verdad lo define es su ansia de libertad.
Caminé con él hasta la arena, percibí la oscuridad repentina a su lado y, como él, supe que era tiempo de finalizar el espectáculo.
Me llevo un par de enseñanzas debajo del brazo:
“Si eres fuerte, haz pensar a tu enemigo que no lo eres. Si no lo eres, que éste crea lo contrario. Permite ver a tu enemigo sólo aquello que tú quieres que vea.”
Y siempre recordemos que… el truco está en no dejarse matar. (Como en la vida misma).
El Arte de la Guerra.
EliminarSi conoces al enemigo y a ti mismo, no debes temer el resultado a un ciento de batallas.
El combatiente inteligente impone su voluntad en su enemigo, pero no permite que la voluntad de su enemigo le sea impuesta
Es evidente que no soy Sun Tzu, pero a mi manera entiendo lo que quería decir el general chino. Este es un relato con el que disfruté muchísimo mientras lo escribía, igual que disfruté la primera vez que lo cree con la voz en tercera persona. Sin embargo, la idea de la primera persona siempre ha estado ahí, y fuisteis muchos los que lo mencionasteis en alguna ocasión. Pues he aquí el resultado. Muchas gracias por comentar, Carol…