«El verde frente al azul del cielo».
El morado, rojo y amarillo de las amapolas.
La dificultad de respirar a cierta altitud.
Cuando no era más que un niño, antes de que papá heredase la producción de heroína para el cártel, a Ariel le encantaba extraer la savia de la amapola con sus pequeñas y delicadas manos, haciendo una minúscula incisión en la cápsula para obtener el codiciado líquido que más tarde se dejaba endurecer hasta quedar convertido en goma marrón.
Todo era mucho más fácil.
Papá le enseñó, pues no había otro como él, la forma correcta de extraer la savia que más tarde, tras endurecerse, quedaba almacenada en forma de bola o torta en cobertizos. Nunca se cansaba de recordarle que algún día, si trabajaba duro y volaba recto como los hombres de verdad, como volaba él, el Señor lo pondría al frente de uno o dos cultivos y nunca tendría que preocuparse por la plata o por llegar a fin de mes.
Pero el Señor nunca lo puso al frente de uno o dos cultivos.
Ni siquiera de media hectárea de tierra.
Básicamente porque otro Señor, el nuevo poder emergente de la época, lo masacró he instauró su propio cártel.
Rara vez el reinado de un narco concluye de forma pacífica.
Más bien nunca.
La violencia empleada no tenía precedentes en la historia.
Papá murió de rodillas con mocos colorados colgando de la nariz, pero sin derramar una lágrima. Fue la primera vez que el pequeño Ariel vio una cabeza cortada. Sin intuir que a partir de entonces vería más de las que quisiera haber visto. Tantas que terminaría por acostumbrarse.
Si algo así es posible.
Él escapó a la quema.
Sobrevivió.
Y deambuló de un sitio para otro tratando siempre de volar recto como los hombres, como lo hacía papá.
Todo el mundo lo conocía como el hijo del gomero.
Más tarde, la familia Vera se hizo cargo de él.
Pero para entonces las pesadillas no le dejaban conciliar el sueño.
Éstas nunca lo abandonarían.
Ahora Ariel Cortés ya no es un niño.
La imagen que le devuelve el espejo es la de un hombre de piel morena de músculos bien formados. Hace tiempo que dejó de ser un polluelo y ahora vuela más que recto, aunque le queda mucho que aprender. Está en su mejor momento. Es bello, bello y refinado, no como el resto de narcos que visten al estilo norteño o como cutres galanes de telenovela.
Ariel tiene estilo.
No va por ahí dando el cante con sombrero, hebillas enormes o botas Lucchese Alligator de varios miles. Su cabello negro, siempre peinado hacia atrás, brilla a pesar de empezar a asomar algunas canas por la zona de las sienes. Se deleita con su reflejo antes de ponerse una camisa gris. Piensa que sería una auténtica lástima acabar en las manos de Grupo Firme, en una estancia a merced de Matías Fernández y sus psicópatas.
A buen seguro, quedaría irreconocible.
Ha perdido la cuenta de los atentados que ha sufrido contra su persona. Toda una vida escapando por los pelos del punto de mira, mientras se labra un nombre a fuerza de volar recto como volaba papá. Por eso no le preocupa ni lo más mínimo acabar en un piso franco en manos de Grupo Firme.
Sabe cómo defenderse y eso nunca sucederá.
Además, conoce la historia mejor que nadie, los hechos y sus violentas consecuencias, y no piensa cometer los mismos errores que otros han cometido.
Simplemente no puede hacerlo.
Él no es Rafael Vera.
«Llamabas hermano a quien te quitaría la vida».
Con ese pensamiento martilleando en su cabeza, Ariel deja el apartamento que le ha servido de guarida en los últimos meses, y sabe que es muy probable que no vuelva a él.
Pero no pasa nada.
No siente tristeza por ello, ni nada por el estilo.
El sol de medio día brilla con intensidad sin dar tregua al jardinero que, con tanto mimo y esmero, trabaja en los jardines del acceso principal.
Ariel sonríe al verlo.
A él tampoco lo echará de menos.
Sin embargo, ha de reconocer que le agrada la manera como se dirige a él: «Don Ariel Cortés». Suena lindo y le hace sentir importante, como uno de esos licenciados. Y no como todos lo conocen a él: el hijo del gomero.
Curiosamente, al finalizar el día puede que sean muchos los que lo llamen así. Aunque cabe la posibilidad de que el hijo del gomero acabe por fin en una caja de pino.
Desde luego el Viejo se llevaría una alegría.
Una de las dos será.
Ariel prefiere la primera, claro.
Se siente confiado y sabe que es su momento.
El momento de su joven organización: Camorristas.
«Es hora de ocupar el lugar que merezco en esta chingadera. Es hora de rendir cuentas y vengar a padre y al señor Rafael».
El poder establecido pide a gritos un relevo generacional.
El poder establecido.
El pinche poder establecido.
Porque el cártel de Barranca, la denominada Selección, lo controla todo. Porque hay cinco plazas fuertes a lo largo y ancho de la nación: La Neta, Corrales, Barranca, Tanatorios y Aguasbravas. Cinco organizaciones enraizadas entre sí que monopolizan por entero el tráfico de drogas, la prostitución, secuestro y extorsión de familias adineradas, el sindicato de basuras o cualquier otra actividad que dé dinero, incluyendo las apuestas ilegales.
Ariel Cortés sabe que Héctor Gálvez y Vicente Mendoza, contra quienes ha luchado en multitud de ocasiones, controlan el sur del país, gracias a una alianza que se forjó mucho antes de la formación de la Selección, cuando los pistoleros campaban a sus anchas y ambos cárteles luchaban por el control del suroeste de la región. También sabe que ambas organizaciones, La Neta y Corrales, aportan cuantiosos beneficios a sus respectivas plazas y aseguran el territorio del ataque de cárteles vecinos, pero sobre todo de polluelos como él que tratan de labrarse un nombre y escalar posiciones en la jerarquía.
Santiago Amador hace lo propio en la zona septentrional del país, en su Tanatorios natal, sin intromisiones de ningún tipo.
Igual que Guadalupe Salamanca, Tía Lupe, en Aguasbravas, a poco menos de doscientos kilómetros del territorio de Amador.
Ellos son el cártel de Barranca.
Con Grupo Firme como su brazo armado.
Y Ariel lo sabe bien y no lo olvida.
Ellos mataron a papá.
Y también a Rafael.
Igual que no olvida que quien acapara el negocio, la cabeza visible de la Selección, el jefe de jefes y quien permite al resto de cárteles mover su mercancía en el país, previo pago del pellizco, es el hombre que dio la orden: Juan Jesús Clavería.
El hombre que dio la orden de matar a su papá.
El bastardo que, siendo un crio, puso precio a su cabeza y fue capaz de mandar matar a su mejor amigo al proporcionarle éste protección.
Son ya siete millones de dólares lo que cuesta su cabeza.
Juan Jesús puede permitirse esto y mucho más.
Pero Juan Jesús no nació entre sábanas de seda, ni mucho menos. Dio sus primeros pasos en Rosalía, en una chabola sin luz ni agua, en un barrio que por aquellos entonces no contaba ni tan siquiera con sistema de alcantarillado.
Su padre, don Severiano, trabajaba por un mísero jornal en la construcción del barrio nuevo, que se intuía el primero de muchos, con sus avenidas, comercios al aire libre, y sus escuelas diseñadas para quienes serían los futuros dirigentes del país, todo ello a escasos metros de donde vivía con su familia, sin suponer que semejante monstruo de hormigón engulliría Rosalía de bocado.
Fue así como Juan Jesús, todavía con sus ojitos de niño, sin atisbo alguno de la crueldad que lo haría célebre, tuvo que ver entre lágrimas cómo las máquinas amarillas derribaban el hogar donde nació, como ya hicieran antes con la chabola de su mejor amigo, Rafael Vera.
Otro asentamiento borrado para siempre de la faz de la tierra. Ojalá el Viejo hubiera acabado debajo de una de esas máquinas. O mejor aún, aplastado en alguna de las viviendas derrumbadas, piensa Ariel.
Juan Jesús y Rafael, desde críos, eran inseparables, compas.
Pronto en Rosalía II los captadores de soldados del cártel se fijaron en ellos, atraídos por aquella camaradería inquebrantable que tanto gustaba a la cultura narco, y los rapaces empezaron a hacer pequeños trabajos por los que recibían el salario semanal de un hombre adulto.
Al principio solo tenían que llevar una o dos bolsitas de tiza a alguno de los pisos que Evaristo Fuentes, el cártel de Barranca, controlaba por aquellos entonces.
Pero pronto las bolsitas se convirtieron en bolsas, y las bolsas en paquetes, y con el paso de los años, tras demostrar su valía, los paquetes se convirtieron en camiones que hacían el trayecto Barranca - Morada cargados de tiza todas las semanas.
Eran buenos tiempos para dos chamaquitos de Rosalía.
Pero Juan Jesús quería más.
Siempre quería más.
Para él no era suficiente ni de lejos vestir como un narco, hablar como un narco, disfrutar de los privilegios de un narco, pues quería vivir como un auténtico narco, claro.
Los viajes pronto se convirtieron en un fastidio para él.
Claro que se ganaba muchísima más plata que transportando bolsitas de tiza a los pisos de los narcos menores que movían la mercancía de Evaristo Fuentes, pero Clavería decía que no había nacido para ser simple camionero de la droga, recorrer cientos de kilómetros, dormir como un vagabundo en una triste litera o comer rodeado de chusma de la carretera, por muy bien que le pagara el jefe del cártel.
De eso nada.
Pendejadas.
Él también quería vivir en una mansión chingona.
Recorrer su hacienda cada mañana con un todoterreno nuevo.
Ver correr las manadas de caballos por sus dominios.
Una pista de tenis donde cerrar negocios importantes, piscina olímpica y un helipuerto en la azotea.
De qué servía ser rico, tener plata, si vivía como un peón.
Juan Jesús no estaba ahí para mancharse las botas de barro.
«Simples muleros». Así se refería a los camioneros.
Decía que un mulero era un mulero, llevase la droga metida en el culo, en un camión o en una Cessna cruzando los cielos.
Con semejante sentir, con el apoyo siempre incondicional de Rafael, su compa, Juan Jesús Clavería exigió a Evaristo un trozo del pastel que éste, ni que decir tiene, no estaba dispuesto a conceder a dos peones como Juan Jesús Clavería y Rafael Vera.
Así dio comienzo la guerra de los Cachorros de León.
Cachorros que no tardaron en enseñar las garras.
La ruta Barranca - Morada fue la primera recompensa que los Compas obtuvieron, puesto que supieron apurarse y golpear con fuerza la producción del cártel. En apenas una semana, Juan Jesús Clavería y Rafael Vera se adueñaron sin esfuerzo de dicha ruta, gracias a las negociaciones avanzadas que mantenían con la gente de Morada, a la que exigieron el pellizco por mover el producto en dicha plaza, incluido suministro y distribución al resto de narcos, amén de un rico pago por la protección que iban a necesitar en adelante.
Porque la iban a necesitar.
Los Compas dejaban a Evaristo Fuentes sin Morada.
Por sorprendente que parezca, sisaron al cártel de Barranca el contacto responsable de hacer llegar parte de su mercancía al resto de plazas, y ni siquiera tuvieron que pegar un solo tiro.
Pronto los campos de amapolas se convirtieron en objetivos, y no precisamente para ser destruidos, pues quien controlaba los cultivos, aquellas tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, controlaba la producción, y lo mismo sucedía con la marihuana. Entonces eran muchos los narcos y sicarios de segunda que ofrecían sus servicios a los Compas, atraídos por los salarios generosos que los jóvenes leones ofrecían a todo el que desertase de las filas de Evaristo Fuentes y su cada vez más debilitado Imperio, ansiosos por aprovechar la oportunidad y asegurarse un sitio en el nuevo orden mundial de la droga.
Por primera vez en años, el equilibrio de poder sufría serios reveses y las alianzas se forjaban y se rompían con la facilidad que una fulana abre sus piernas en un burdel de Tanatorios.
El mundo estaba cambiando demasiado rápido.
El mundo era un infierno y los Compas eran los responsables.
Comandos de no más de doce soldados, armados con AK.47, irrumpían en los cultivos y eliminaban sin miramientos a los responsables, para después asegurar el sitio y atrincherarse con la intención de resistir las oleadas de sicarios que Evaristo Fuentes enviaría. Por desgracia para Ariel, fue en uno de estos ataques donde su mundo fue reducido a la nada.
No pocas esposas quedaron viudas en aquellas fechas.
No pocas fueron las madres que lloraron a sus hijos frente a las cámaras de los informativos, en programas sensacionalistas y del corazón, maldiciendo al pinche diablo por llevarse a su niño, pareciendo no recordar que su niño se había llevado al niño de otra llorosa madre. Y, por supuesto, no pocos fueron los hijos que se entregaron a la causa buscando vengar la muerte de algún padre, hermano o tío.
Todo el mundo parecía tener un motivo para participar en uno u otro bando.
Y todos eran buenos.
Fue el caso de Matías Fernández, un exmilitar que puso su experiencia bélica, y ésta no era poca, al servicio de Juan Jesús y Rafael, que por aquellos entonces, a pesar de la opinión de Juan Jesús, este último tenía bajo su tutela a un jovencísimo Ariel.
Matías Fernández, el Tigre, natural de Aguasbravas, tenía un hermano de veinte años, un cholo que había hecho algunos trabajos para Evaristo Fuentes y otros narcos de ligas menores. Pues bien, el chico, líder de una unidad de malandros de la Salvanovense, interpretando de forma equívoca el poder de reacción de Evaristo Fuentes y su gente, interceptó un envío de cinco kilos de coca de un trato que el cártel había cerrado con la organización Las Tarántulas del país vecino.
Todavía nadie hoy se explica la crueldad con la que actuó la Salvanovense, el porqué de tanta barbarie.
De modo que nadie puso el grito en el cielo con lo que sucedió después.
Nadie a excepción de Matías Fernández el Tigre, claro está.
Al cártel de Barranca, como es lógico, no le costó demasiado encontrar a los responsables del asalto. Cinco miembros de la Salvanovense murieron balaceados en la interestatal, cuando una furgoneta Ford se colocó a la altura del vehículo en el que viajaban. Los cholos estaban tan colocados y distraídos, que no vieron la Ford hasta que la tuvieron encima.
No sobrevivió ninguno.
Murieron antes de poder saber qué putas pasaba.
Antes de poder desenfundar sus armas.
De ahí que el pueblo empezase a llamarlos Los Dichosos; pues el resto de miembros de la Salvanovense no tuvo la fortuna de una muerte tan rápida.
Incluyendo a César Fernández.
César Fernández apareció sin vida la mañana del jueves veinticinco Día de la Liberación, semidesnudo, con las manos atadas a la espalda. Le habían cortado los dedos de las manos y de los pies y se los habían introducido por el ano. Le habían arrancado los ojos y cercenado la lengua. El cadáver mostraba numerosos cortes y quemaduras, sobre todo de cintura para abajo. Tenía el rostro completamente desfigurado por los golpes recibidos y los brazos rotos. Y a modo de mofa, dejaron el cuerpo a la vista de todos, vestido con un tanga rojo de mujer y unas medias negras desgarradas.
Dando a entender que César era una gilgona.
No se puede negar que el muchacho pagó por su osadía.
Como tampoco se puede negar que serviría de ejemplo.
O eso creyeron en Barranca.
Porque semejante atrocidad propició la entrada en escena de Matías Fernández, alias el Tigre.
Matías Fernández se puso en contacto con los Compas esa misma tarde, y lo que ofreció cambió para siempre la forma de entender la guerra. Pronto los pistoleros fueron sustituidos por soldados, y los soldados por ejércitos enteros al servicio de los cárteles. Daba inicio el tiempo de los campos de entrenamiento en las selvas, la inteligencia y el contraespionaje, el secuestro y tortura para recabar información, el combate cuerpo a cuerpo, la seguridad privada, manejo de explosivos y misiones especiales contra otras organizaciones por todo el mundo.
Los hombres de Fernández, sin ningún género de duda, eran los mejores soldados que un cártel podía permitirse.
Y lo siguen siendo.
La flor y nata de los ejércitos privados.
Aquellos combatientes peleoneros eran seleccionados, sin posibilidad de elegir destino, de entre lo mejor de lo mejor.
Eran formados en campamentos clandestinos en las montañas por un periodo de catorce meses. En aquel lugar apartado de la mano de Dios, se especializaban en el manejo de armas de todo tipo, tácticas de emboscada y contraemboscada, manejo de explosivos, conducción esquiva y supervivencia. Si superaban el programa, cosa difícil, eran enviados a un segundo campamento, a miles de kilómetros de donde se hallaban, donde recibían formación antidroga: infiltración en los ejércitos privados de los narcos, identificación y destrucción de posibles laboratorios.
Rápel, descenso de ríos, saltos desde helicóptero, combate cuerpo a cuerpo, artes marciales mixtas, neutralizar y destruir amenazas terroristas, espionaje y contraespionaje, interrogatorio y técnicas de tortura.
Y un sueldo a prueba de sobornos.
Los malandros eran cosa del pasado.
Los Compas contaban con caballería pesada y el resto no.
Grupo Firme hizo su aparición en el punto álgido del conflicto, inclinando la balanza a favor de los compas, gracias al adiestramiento militar de muchos de sus miembros fundadores: expolicías y policías en activo, excombatientes de los conflictos civiles del este, y algún que otro exmiembro de los Navy Seal.
En las semanas siguientes a la muerte de César Fernández, el recién fundado Grupo Firme, con Matías Fernández a la cabeza de sus bien entrenados soldados, se dedicó a lo que mejor sabía hacer: infundir el terror.
No fueron pocos los narcos que aparecieron en zanjas con signos de haber sido torturados hasta la muerte, decapitados, destripados, quemados, golpeados, maniatados y mutilados por pertenecer o colaborar con la organización de Evaristo Fuentes.
Nunca antes la violencia había alcanzado tintes tan salvajes, a pesar de ser un país con una historia violentísima a sus espaldas.
Por cada hombre que perdían Juan Jesús y Rafael Vera, la organización del cártel de Barranca se veía privada de cinco de sus mejores y más leales soldados, obligando al segundo de Evaristo, Vicente Montes, a contratar a simples malandros que disparaban su arma de lado como en las películas.
Por aquellos entonces Ariel era tan solo un niño.
Una víctima más del conflicto que logró sobrevivir gracias a la misericordia de Rafael Vera.
Los experimentados muchachos de Matías, se infiltraban en la organización de Barranca, en sus ejércitos, en los laboratorios de coca, incluso en los negocios que regían, para a continuación hacerlos saltar en pedazos. Identificaban a los pesos pesados de Evaristo, averiguaban donde vivían, si tenían novia, si estaban casados o tenían hijos. A partir de ese momento, todos pasaban a ser potenciales objetivos, incluyendo las mujeres y los niños, especialmente los niños.
Todo el mundo canta lo que sabe y lo que no, cuando se halla frente al verdugo.
Sobre todo, aquellos que tienen familia.
Los niños son utilizados para refrescar la memoria de los padres.
Las mujeres, ante la perspectiva de ser violadas una y otra vez por cinco o seis miembros de Grupo Firme, representan una tortura para cualquier esposo igual de insoportable.
Violaciones masivas y vejaciones, huesos rotos, dedos amputados, quemaduras, todo vale para obtener información.
En una ocasión, Grupo Firme emboscó al número cuatro de Evaristo y a sus guardaespaldas, que se hallaban en Tanatorios supervisando la apertura de un nuevo laboratorio de cristal.
El tipo y sus subalternos fueron interrogados por el mismo Matías Fernández, que utilizó su método preferido para obtener la máxima información: camisetas empapadas en gasolina.
En la vida hay cosas desagradables que no se olvidan nunca.
Una de ellas es el olor de la carne humana quemada.
El método en cuestión consistía en empapar trozos de camisetas en un bidón de gasolina, colocarlos con cuidado en el cuerpo del prisionero, espalda y piernas, y prenderles fuego.
No pasa mucho tiempo antes de que el olor a chamuscado se te meta en la nariz, la garganta, incluso en el alma.
Los prisioneros gritan, gritan hasta quedarse sin voz, afónicos, con los ojos abiertos a punto de salirse de sus órbitas, suplicando que no lo vuelvan a hacer más.
Entonces llega el momento de retirar de un tirón la camiseta ennegrecida, que se encuentra adherida al cuerpo, para repetir la operación cuantas veces sea necesaria.
Al final, lo único que queda del desafortunado es una masa contrahecha de carne chamuscada por la que no deja de salir un humo negruzco y pestilente. Esa fue la suerte que corrieron los hombres apresados de Evaristo Fuentes en Tanatorios.
Después, Grupo Firme hizo que sus cuerpos ardieran en bidones de doscientos litros de gasolina a la vista de la ciudadanía.
Con semejantes métodos, Evaristo Fuentes, el todopoderoso cártel de Barranca, empezó a quedarse completamente solo, sin que uno solo de los malandros de los poblados chabolistas aceptase su dinero para luchar contra los violentos miembros de Grupo Firme. Así hasta que un día Evaristo Fuentes dejó de enviar soldados para recuperar las haciendas, los cultivos, las plazas, las rutas, incluso las esquinas.
No pasó mucho tiempo antes de que Vicente Montes, mano derecha de Evaristo, decidiera negociar con los Compas y entregar a su patrón.
Evaristo Fuentes fue asesinado un jueves por la mañana.
Le habían cortado la mano de disparar y arrancado los ojos. Lo habían enterrado vivo con un cartel que decía: SERÉ EL ESCLAVO MANCO Y CIEGO DE CÉSAR FERMÁNDEZ POR TODA LA ETERNIDAD.
Matías Fernández el Tigre completó su venganza.
Entonces sólo quedaba un pequeño fleco que los Compas, a pesar de haber dado su palabra y firmar un pacto de no agresión y cooperación en futuras operaciones, no estaban dispuestos a pasar por alto.
Vicente Montes.
Debía ser bien pendejo para creer que dejarían que viviera, piensa Ariel.
Hay un trio de compas apoyados en la escalinata de mármol de la parroquia de San Miguel, y los tres cargan pistola al cinto o en la sobaquera.
Son buenos chicos.
Significa que saben usar sus armas y están más que dispuestos a entregar su vida por lo que creen.
—¿Listos?
¿«Y quién lo está»?
Beto Contreras saluda a Ariel con un movimiento de cabeza, ocultando su larga cabellera en un gorro de lana negro que le da un aspecto aún más fiero si cabe. Los otros dos, los hermanos Vera, se acercan muy despacio con las manos en los bolsillos.
—El Viejo está con la Negra.
Quien habla es Osiel Vera, el mediano de un linaje venido a menos del mundo del narcotráfico.
A su lado, pantalón vaquero y cazadora de piel cara, su hermano Diego confirma lo que Osiel acaba de decir; pues él y Beto Contreras se han pasado dos semanas siguiendo a Juan Jesús, anotando todos y cada uno de sus movimientos. Por suerte para ellos, Juan Jesús Clavería alias el Viejo es de lo más tradicional. A sus sesenta años es dueño y señor de la plaza más próspera del país, Barranca. Su negocio de cocaína, marihuana y otras sustancias se extiende de punta a punta de la región, sin competencia alguna, y su fama de hombre violento y despiadado sirve como aval a su ya largo reinado.
Hasta hoy, piensa Ariel.
Un carro discreto aguarda aparcado al otro lado de la calle.
Osiel se pone al volante y su hermano ocupa el asiento del copiloto; Beto Contreras y Ariel van atrás en sepulcral silencio. Su objetivo se halla a veinticinco kilómetros de donde están, lejos de miradas curiosas y, sobre todo, lejos de Grupo Firme y de su líder Matías Fernández.
Diego y Beto Contreras aseguran que el Viejo, que jamás anda sin vigilancia, una vez al mes se escabulle y recorre en un Ford Capri blanco los casi treinta kilómetros que separan su mansión del nidito de amor de su amante.
Por suerte para ellos, Clavería es un hombre de familia.
Por esa razón hace el trayecto solo y ni siquiera el Tigre se inmiscuye en el asunto.
—Gira a la izquierda y coge la salida 321 —dice Contreras, señalando con el índice por encima del hombro de Osiel.
Para llegar a su destino, Juan Jesús Clavería ha pilotado una camioneta de trabajo hasta una calle del barrio norteño, donde hay un local de rehabilitación de fachadas. Juan Jesús se toma muy en serio su aventura y no deja nada al azar. Por ese motivo, tras aparcar la camioneta en el local y salir por la puerta trasera, se monta en un Ford Capri blanco que se encuentra aparcado al final de la calle. Todos los trece de mes sucede exactamente lo mismo: conduce el Ford Capri sin rumbo aparente, trazando una trayectoria serpenteante que se detiene en la sede del banco JPMorgan Chase de Santa María Conciliadora.
Allí hace tiempo en la cantina El Padrísimo como un buen ciudadano y disfruta de una Coronita y de un trozo de pollo picante que el camarero ha servido.
Espera el cierre del Banco para reunirse con el director.
No falla.
Todos los trece lo mismo.
Tan metódico como un agente del Mossad.
—Un buen fajo… doscientos mil dólares.
Diego Vera indica la cantidad exacta que el Viejo entrega a su amante tras abandonar el banco.
—¡Qué putas! ¿Tanto por un polvo? —pregunta Osiel.
—Eso no importa —los interrumpe Ariel—. No estamos aquí por eso. Hoy torcemos al Viejo y lo demás carece de valor.
Osiel abandona la 321 y enfila la Nacional que los lleva a Santa Carneros. El pueblo se encuentra en fiestas y dan un buen rodeo porque la entrada principal está cortada.
Hay mucha gente en sus estrechas calles y sopesan la posibilidad de seguir a pie.
Pero no es una buena idea.
Los sombreros norteños están por todas partes, y Diego cree reconocer a uno de los sicarios del Viejo apostado en el carro de éste.
No está seguro
Por esa razón no ojean el Ford Capri al hacer una primera pasada por el número dos de la calle Misericordia.
Lo observan.
No es más que un borracho descansando un rato.
Ariel habla de no perder la calma.
Pero es fácil decirlo.
Las güeritas les hacen señas con la mano para que vayan con ellas, y Ariel cae en la cuenta que han pasado demasiado tiempo planeando la caída del Viejo.
Muchas horas invertidas sin probar un chochito o tomar una sola cerveza.
Nervios a flor de piel.
Dedos inquietos repiqueteando contra el volante.
Silencio…
Entran en tropel, aunque con cierto orden.
Es una planta baja.
Los hermanos Vera se adelantan, siendo ellos los primeros en entrar a la habitación, martillo y navaja en mano.
¿Asalto al poder o venganza?
Algo dice que ambas…
El Viejo intenta reaccionar.
Él y su amante están desnudos.
Están follando, claro.
Un huesudo Clavería se quita a la Negra de encima de un empujón y dirige su mano a la Glock que hay en la repisa, pero Osiel la golpea con el martillo con fuerza, haciendo que la uña del dedo pequeño estalle en un chorro que tiñe las sábanas de rojo.
Gritos de dolor.
Gritos de dolor y una retahíla de frases saliendo de su boca:
—Tengo plata. Tengo mucha plata. Por favor, chamacos. No tengo nada contra vosotros. No tengo nada contra el hijo del gomero. El país es muy grande y podemos subsistir to.... ¿Pero acaso no sabéis quién soy?
El Viejo, en realidad, no es más que eso: un viejo.
Un saco de huesos de piel curtida y oscura.
Unos ojos negros, abiertos de par en par, que lo observan todo con pánico e incredulidad a partes iguales.
El gran hombre no sabe morir.
El gran hombre no vuela recto, piensa Ariel.
Corte en la cara con la navaja.
—¡Esto es por Rafael Vera, pinche cabrón!
Para algunos es solo venganza.
La sangre tiñe de escarlata el Rolex de oro de Clavería, pero a Beto Contreras no parece importarle lo más mínimo.
Se lo arranca de la muñeca.
Está claro que para otros es sólo dinero.
Llueven las puñaladas.
El asunto se convierte en un concurso de puñaladas dirigido y protagonizado por los hermanos Vera, con el recuerdo de su querido hermano Rafael como máxima motivación.
El hijo del gomero lo contempla todo.
La Negra, la amante del Viejo, se acerca a él.
Tiene prisa por recibir su plata.
Nadie tiene conocimiento de su existencia, por eso acepta el soborno de dos millones de dólares por entregar a su amante, y por eso morirá también hoy con él.
Ese ha sido su error.
Aceptar el dinero.
El trabajo está hecho, pero los hermanos parecen no querer darse cuenta; han esperado toda una vida ese momento.
Quieren saborearlo.
Grabarlo para siempre.
Beto Contreras sale de la vivienda y mete el carro en la cochera. El cuerpo del Viejo es un poema de Élmer Mendoza cuando lo introducen sin vida en el maletero.
El vertedero de La Neta espera…
Genial forma de narrar, me encanta. Pareciera que conoces perfectamente el mundillo de los Cárteres. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias por pasarte por aquí y por tomarte la molestia de comentar.
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